tres hombres solos
Cuento ganador del segundo puesto del Premio Nacional de Cuento La Cueva 2012
1
Mamá está en la televisión. Papá en la cocina preparando maíz pira en el microondas. En pocos minutos terminará el resumen de La isla del tesoro y empezará el programa de hoy. Arriba, en su habitación, mi hermano espera a que yo lo llame para bajar a ver el programa. Mientras esto sucede, espero a que aparezca papá con las palomitas y un vaso de gaseosa con hielo para mí. Es justo cuando papá aparece en la sala que comienza La isla del tesoro, entonces yo grito y mi hermano baja a toda prisa por las escaleras.
2
Fue cuando mamá se hizo famosa que yo tomé la decisión de no volver a la escuela. La mañana siguiente a su primer programa, papá me despertó con cosquillas, cosa que odio. «El desayuno te espera en la mesa, campeón», dijo. Quería que fuéramos a la escuela orgullosos de mamá, pero yo no podía. La culpa era de los pitidos que sonaban cada vez que ella abría la boca. Parecía que la mitad de las palabras que decía eran insultos, y esa costumbre me avergonzaba. Esa misma noche, en la cama, recordé el programa y prometí que no regresaría a la escuela, y eso fue lo que hice. Mi hermano, en cambio, fue al colegio cada día sin importar que la mujer grosera del programa de las noches fuera mamá.
3
Este fin de semana mamá empujó a un tipo en plena competencia, y fue gracias a esto que no perdió el juego. A él le decían “El Paisa”, y cayó en un charco que parecía petróleo. En la pantalla del televisor la vi celebrar su trampa con los brazos en alto, igual que mi papá y mi hermano, que lo hacían como si hubieran visto un gol de la selección en la final del mundo. Yo, en cambio, miré a otro punto del paisaje que mostraba el programa, y encontré allí un mar pintado de rojo por el atardecer. Volví al sofá cuando oí que mamá nos dedicaba el triunfo a nosotros, su familia.
4
Algunos amigos me han llamado preguntando por mi hepatitis. Imagino que fue mi hermano quien les dijo eso a las profesoras y ellas, con lo cotorras que son, lo habrán repetido en el colegio. También me llaman para decirme que cada noche, cuando ven a mi mamá en la televisión, hacen fuerza para que ella gane. A veces les creo, pero la mayoría del tiempo no. Es mejor así. Mi papá no dice si está orgulloso o no, pero si alguien me preguntara yo diría que sí; antes lo habitual era verla a ella en la cocina, mientras él pasaba el tiempo sentado en el sofá, viendo repeticiones de partidos de fútbol. Ahora es él quien cocina, y el fútbol fue reemplazado por las imágenes de mamá en La Isla del Tesoro. Para ser honesto, debo decir que nunca antes los había visto así de juntos: ella en la pantalla y él abrazando al televisor, esperando estar con ella sin importar los miles de kilómetros que los separan.
5
Ayer ocho concursantes se balancearon en ocho cuerdas que colgaban sobre una playa hermosamente blanca. Quien soportara la mayor cantidad de tiempo arriba, colgado como un simio de peluche con abrazaderas, obtendría “El parche del pirata”, objeto que protege a su portador en el capítulo de eliminación. Finalmente, y después de dos horas de dolor y resistencia, mamá ganó. Por alguna razón que no logro comprender, papá no celebró que mamá ganará el parche que le permitía seguir una semana más en el programa.
6
Algo ha empezado a suceder, y yo he sido el último en comprenderlo. Los tres estábamos en el sofá, viendo La Isla del Tesoro, pero yo estaba concentrado en la playa. Fue solo hasta que oí los gemidos de papá que quité los ojos de la arena y el mar, y volví a mirar el cuadro entero del televisor: allí estaba mamá rodeada por dos brazos musculosos. Lo más curioso fue cuando miré al sofá, donde mi papá lloraba y mi hermano abría la boca tan grande como una rosquilla. Volví la vista a la pantalla del televisor y me encontré con mamá felizmente abrazada a un desconocido.
7
El número de participantes en el programa se ha reducido hasta un punto en el que los equipos han dejado de existir, razón por lo que cada uno de ellos debe competir ahora por su propia supervivencia. Sin embargo, fuera del set natural del canal de televisión existe un equipo conformado por un padre calvo y su hijo mayor; cada noche, los integrantes de este equipo se toman de las manos y oran por ver la derrota del novio de mamá. Yo trato de ignorarlos, como trato de hacerlo con mamá cuando las cámaras la enfocan. Cuando eso pasa, yo desvío la mirada hasta encontrar una palmera dentro del televisor, entonces me siento bajo su sombra para ver con calma los trazos de olas que son interrumpidos solamente por la espuma que salpica el aire.
8
Me alegro de no haber regresado a la escuela. En el noticiero de la mañana hablaron del romance entre mamá y Brazos Musculosos, por lo que ahora ella es el chisme de moda de la televisión; es extraño, como si mamá hubiese sido toda la vida una mujer famosa y nunca nuestra mamá. Papá está destrozado, siempre sentado en el sofá y con la mirada perdida en algún punto del televisor. También mi hermano lo pasa mal, eso lo sé así no lo diga. La verdad es que no hablamos mucho. Siempre está callado, como concentrado en una persona que nadie más puede ver. Creo que es obvio que se burlan de él en el colegio. Mamá ya no es únicamente un pitido de censura cada vez que abre la boca —cosa que él soportó—, sino que ahora es la mujer que se besa con un tipo de dos metros que no es su esposo. Cuando llega a casa arroja el maletín al suelo y sube corriendo las escaleras para esconderse en su habitación, de donde no vuelve a salir hasta que yo grito diciendo que el programa empezó.
9
Fue después de la competencia del barco, donde debían esquivar barriles de ron mientras subían por una cuerda, en busca de una bandera pirata, que papá dejó de ir a trabajar. Brazos Musculosos llegó hasta la calavera y mamá, proyectada en millones de televisores del país, aplaudió y celebró el triunfo de su novio; papá apagó el televisor y dijo que nos fuéramos a la cama. Al día siguiente me desperté y ya el sol estaba en la casa, colándose por las persianas de mi cuarto. Aunque no voy a la escuela desde que comenzó el programa, igual papá me ha despertado a la hora de siempre para que me duche, vista y aliste mi morral. Esta vez no fue así. Caminé hasta el cuarto de mi hermano y ahí estaba, dormido aún. Abajo, en el sofá, papá también dormía. Tenía recogidas las piernas como la gente que duerme en la calle. El televisor estaba apagado y por eso en la pantalla se veía su reflejo enmarcado. Viéndolo así, parecía que protagonizaba un nuevo programa donde muestran su vida sin mamá.
10
Parecemos anfitriones de un show para niños porque vestimos todo el día con piyamas. En lo que nos diferenciamos es que ninguno de nosotros hace bromas. Mamá, junto a los concursantes que sobreviven al programa, aparece en la noche. Mi hermano y yo automáticamente le pedimos la bendición, mientras papá dice otra cosa que no logro comprender. Es noche de eliminación y mamá lleva “El parche del pirata” sobre el ojo izquierdo. Segundos antes de que revelen el nombre del concursante que debe partir, papá y mi hermano se toman de las manos como si rezaran; ambos han llamado sin cesar a La Isla del Tesoro para votar en contra de Brazos Musculosos. Lo han hecho sin descanso día tras día, esperando así que él desaparezca de la vida de mamá, pero todo ha sido en vano porque el eliminado es un costeño que quería ganar para pagar las cirugías plásticas de su esposa. El perdedor, como cada fin de semana, debe arrojarse al mar desde un trampolín, y los tres lo vemos saltar y desaparecer en un círculo de burbujas.
11
Ayer mi hermano cortó el cable del teléfono. Lo hizo porque al dejar de salir de casa varias personas empezaron a preocuparse por nosotros, y eso produjo que las llamadas que nadie quería contestar se hicieran constantes. A veces llamaban mis amigos que insistían en saber si seguía enfermo. A veces llamaban de la oficina de papá, preguntando por él. Y a veces, llamaban también los profesores del colegio buscando a mi hermano. Cuando sospechábamos quién podía ser, nos mirábamos y decidíamos quién contestaba y mentía. Hasta ese punto podíamos arreglarnos los tres, pero el verdadero problema surgió cuando fueron los noticieros quienes empezaron a llamar. Ninguno sabía qué responder cuando preguntaban por mamá y papá. Silencio, solo eso podíamos decir cuando ellos llamaban, por lo que mi hermano finalmente agarró el cuchillo de la cocina y cortó el cable de conexión del teléfono.
12
Mamá está en la parte final de La Isla del Tesoro. Compite contra Brazos Musculosos. Los dos han sobrevivido a todas las pruebas de eliminación y parecen felices, como si no importara cuál de los dos gane. Veo el barco donde graban ladearse en la pantalla del televisor. En la última prueba deben subir por una malla hasta una canasta, en la parte más alta del barco. Cada tanto, son atacados por unas gaviotas entrenadas por el canal. Cuando eso pasa, los pitidos interrumpen los insultos de mamá, mientras que Brazos Musculosos golpea a las aves para defenderla. Recuerdo cuando ella se fue. Estaba contenta porque sería la envidia del barrio; una camioneta del canal la recogería en la casa y la llevaría al aeropuerto, donde viajaría por primera vez en avión. Nos despedimos de ella antes de subirse al carro que llegó; a papá le dio un beso y él le dijo que no se asustara cuando el avión despegara: «Es como un ascensor, pero más rápido», fue lo último que le dijo antes de que partiera.
13
El primero en llegar a la canasta, y por lo tanto el ganador indiscutible del reality, es Brazos Musculosos. Cuando mamá llega a la cima, los dos se abrazan y se besan como nunca la vi hacerlo con papá. Atrás de ellos, y sin importar que el cielo siga cubierto por gaviotas, fuegos artificiales estallan en luces que se reflejan en el mar. Veo a papá y llora desconsoladamente. La presentadora de La Isla del Tesoro le pregunta a Brazos Musculosos lo que hará con tanto dinero. «Conoceremos el mundo», es lo que afirma al tiempo que rodea a mamá con sus brazos. Recuerdo una tarde, después de que mi papá le gritara quién sabe por qué, en la que le oí decir a mamá que tan pronto tuviera la oportunidad se iría lejos, donde no pudiéramos encontrarla nunca. Esa vez la tomé del vestido y le rogué que si iba a hacerlo me llevara con ella. Me miró como si hasta ese momento supiera que yo estaba allí. Me dio un beso en la frente y sin decir nada se fue a la cocina. Esa tarde estábamos solamente los dos. Papá salió insultando y cerrando la puerta de un golpe, y mi hermano estaba pasando unos días en casa de mis abuelos. A nadie le conté lo que dijo, pero creo que ya no es necesario ocultarlo. Los créditos del programa descienden a través de un mar de fondo. Ahora la imagino a ella cruzando el océano en un yate blanco. Brazos Musculosos está a su lado, dirigiendo el yate como si supiera a dónde ir, mientras que yo estoy en la punta del barco, mirando hacia abajo, donde el mar es partido en dos. Vuelvo a la realidad, a este sofá en el que papá está envuelto entre sus piernas y brazos, y me preguntó lo que diría ella si viera el desorden que es la casa. A mi lado está mi hermano, y por primera vez en mi vida lo veo llorar. Siento lástima por él y por eso intento llorar también. Intento unirme a los dos en la despedida de mamá. Lo intento varias veces, pero no puedo. Ya les pasará, me digo a mí mismo. Guardo silencio y espero a que se detengan. Cuando por fin se callan miro la hora y veo que es muy tarde. Los dos duermen abrazados, entonces yo subo las escaleras para dormir en mi cuarto. Una vez en la cama pienso que será difícil, pero podremos estar sin ella. Cierro los ojos y sueño que nado hasta llegar a una playa en la que mamá me espera sonriendo.
Mamá está en la televisión. Papá en la cocina preparando maíz pira en el microondas. En pocos minutos terminará el resumen de La isla del tesoro y empezará el programa de hoy. Arriba, en su habitación, mi hermano espera a que yo lo llame para bajar a ver el programa. Mientras esto sucede, espero a que aparezca papá con las palomitas y un vaso de gaseosa con hielo para mí. Es justo cuando papá aparece en la sala que comienza La isla del tesoro, entonces yo grito y mi hermano baja a toda prisa por las escaleras.
2
Fue cuando mamá se hizo famosa que yo tomé la decisión de no volver a la escuela. La mañana siguiente a su primer programa, papá me despertó con cosquillas, cosa que odio. «El desayuno te espera en la mesa, campeón», dijo. Quería que fuéramos a la escuela orgullosos de mamá, pero yo no podía. La culpa era de los pitidos que sonaban cada vez que ella abría la boca. Parecía que la mitad de las palabras que decía eran insultos, y esa costumbre me avergonzaba. Esa misma noche, en la cama, recordé el programa y prometí que no regresaría a la escuela, y eso fue lo que hice. Mi hermano, en cambio, fue al colegio cada día sin importar que la mujer grosera del programa de las noches fuera mamá.
3
Este fin de semana mamá empujó a un tipo en plena competencia, y fue gracias a esto que no perdió el juego. A él le decían “El Paisa”, y cayó en un charco que parecía petróleo. En la pantalla del televisor la vi celebrar su trampa con los brazos en alto, igual que mi papá y mi hermano, que lo hacían como si hubieran visto un gol de la selección en la final del mundo. Yo, en cambio, miré a otro punto del paisaje que mostraba el programa, y encontré allí un mar pintado de rojo por el atardecer. Volví al sofá cuando oí que mamá nos dedicaba el triunfo a nosotros, su familia.
4
Algunos amigos me han llamado preguntando por mi hepatitis. Imagino que fue mi hermano quien les dijo eso a las profesoras y ellas, con lo cotorras que son, lo habrán repetido en el colegio. También me llaman para decirme que cada noche, cuando ven a mi mamá en la televisión, hacen fuerza para que ella gane. A veces les creo, pero la mayoría del tiempo no. Es mejor así. Mi papá no dice si está orgulloso o no, pero si alguien me preguntara yo diría que sí; antes lo habitual era verla a ella en la cocina, mientras él pasaba el tiempo sentado en el sofá, viendo repeticiones de partidos de fútbol. Ahora es él quien cocina, y el fútbol fue reemplazado por las imágenes de mamá en La Isla del Tesoro. Para ser honesto, debo decir que nunca antes los había visto así de juntos: ella en la pantalla y él abrazando al televisor, esperando estar con ella sin importar los miles de kilómetros que los separan.
5
Ayer ocho concursantes se balancearon en ocho cuerdas que colgaban sobre una playa hermosamente blanca. Quien soportara la mayor cantidad de tiempo arriba, colgado como un simio de peluche con abrazaderas, obtendría “El parche del pirata”, objeto que protege a su portador en el capítulo de eliminación. Finalmente, y después de dos horas de dolor y resistencia, mamá ganó. Por alguna razón que no logro comprender, papá no celebró que mamá ganará el parche que le permitía seguir una semana más en el programa.
6
Algo ha empezado a suceder, y yo he sido el último en comprenderlo. Los tres estábamos en el sofá, viendo La Isla del Tesoro, pero yo estaba concentrado en la playa. Fue solo hasta que oí los gemidos de papá que quité los ojos de la arena y el mar, y volví a mirar el cuadro entero del televisor: allí estaba mamá rodeada por dos brazos musculosos. Lo más curioso fue cuando miré al sofá, donde mi papá lloraba y mi hermano abría la boca tan grande como una rosquilla. Volví la vista a la pantalla del televisor y me encontré con mamá felizmente abrazada a un desconocido.
7
El número de participantes en el programa se ha reducido hasta un punto en el que los equipos han dejado de existir, razón por lo que cada uno de ellos debe competir ahora por su propia supervivencia. Sin embargo, fuera del set natural del canal de televisión existe un equipo conformado por un padre calvo y su hijo mayor; cada noche, los integrantes de este equipo se toman de las manos y oran por ver la derrota del novio de mamá. Yo trato de ignorarlos, como trato de hacerlo con mamá cuando las cámaras la enfocan. Cuando eso pasa, yo desvío la mirada hasta encontrar una palmera dentro del televisor, entonces me siento bajo su sombra para ver con calma los trazos de olas que son interrumpidos solamente por la espuma que salpica el aire.
8
Me alegro de no haber regresado a la escuela. En el noticiero de la mañana hablaron del romance entre mamá y Brazos Musculosos, por lo que ahora ella es el chisme de moda de la televisión; es extraño, como si mamá hubiese sido toda la vida una mujer famosa y nunca nuestra mamá. Papá está destrozado, siempre sentado en el sofá y con la mirada perdida en algún punto del televisor. También mi hermano lo pasa mal, eso lo sé así no lo diga. La verdad es que no hablamos mucho. Siempre está callado, como concentrado en una persona que nadie más puede ver. Creo que es obvio que se burlan de él en el colegio. Mamá ya no es únicamente un pitido de censura cada vez que abre la boca —cosa que él soportó—, sino que ahora es la mujer que se besa con un tipo de dos metros que no es su esposo. Cuando llega a casa arroja el maletín al suelo y sube corriendo las escaleras para esconderse en su habitación, de donde no vuelve a salir hasta que yo grito diciendo que el programa empezó.
9
Fue después de la competencia del barco, donde debían esquivar barriles de ron mientras subían por una cuerda, en busca de una bandera pirata, que papá dejó de ir a trabajar. Brazos Musculosos llegó hasta la calavera y mamá, proyectada en millones de televisores del país, aplaudió y celebró el triunfo de su novio; papá apagó el televisor y dijo que nos fuéramos a la cama. Al día siguiente me desperté y ya el sol estaba en la casa, colándose por las persianas de mi cuarto. Aunque no voy a la escuela desde que comenzó el programa, igual papá me ha despertado a la hora de siempre para que me duche, vista y aliste mi morral. Esta vez no fue así. Caminé hasta el cuarto de mi hermano y ahí estaba, dormido aún. Abajo, en el sofá, papá también dormía. Tenía recogidas las piernas como la gente que duerme en la calle. El televisor estaba apagado y por eso en la pantalla se veía su reflejo enmarcado. Viéndolo así, parecía que protagonizaba un nuevo programa donde muestran su vida sin mamá.
10
Parecemos anfitriones de un show para niños porque vestimos todo el día con piyamas. En lo que nos diferenciamos es que ninguno de nosotros hace bromas. Mamá, junto a los concursantes que sobreviven al programa, aparece en la noche. Mi hermano y yo automáticamente le pedimos la bendición, mientras papá dice otra cosa que no logro comprender. Es noche de eliminación y mamá lleva “El parche del pirata” sobre el ojo izquierdo. Segundos antes de que revelen el nombre del concursante que debe partir, papá y mi hermano se toman de las manos como si rezaran; ambos han llamado sin cesar a La Isla del Tesoro para votar en contra de Brazos Musculosos. Lo han hecho sin descanso día tras día, esperando así que él desaparezca de la vida de mamá, pero todo ha sido en vano porque el eliminado es un costeño que quería ganar para pagar las cirugías plásticas de su esposa. El perdedor, como cada fin de semana, debe arrojarse al mar desde un trampolín, y los tres lo vemos saltar y desaparecer en un círculo de burbujas.
11
Ayer mi hermano cortó el cable del teléfono. Lo hizo porque al dejar de salir de casa varias personas empezaron a preocuparse por nosotros, y eso produjo que las llamadas que nadie quería contestar se hicieran constantes. A veces llamaban mis amigos que insistían en saber si seguía enfermo. A veces llamaban de la oficina de papá, preguntando por él. Y a veces, llamaban también los profesores del colegio buscando a mi hermano. Cuando sospechábamos quién podía ser, nos mirábamos y decidíamos quién contestaba y mentía. Hasta ese punto podíamos arreglarnos los tres, pero el verdadero problema surgió cuando fueron los noticieros quienes empezaron a llamar. Ninguno sabía qué responder cuando preguntaban por mamá y papá. Silencio, solo eso podíamos decir cuando ellos llamaban, por lo que mi hermano finalmente agarró el cuchillo de la cocina y cortó el cable de conexión del teléfono.
12
Mamá está en la parte final de La Isla del Tesoro. Compite contra Brazos Musculosos. Los dos han sobrevivido a todas las pruebas de eliminación y parecen felices, como si no importara cuál de los dos gane. Veo el barco donde graban ladearse en la pantalla del televisor. En la última prueba deben subir por una malla hasta una canasta, en la parte más alta del barco. Cada tanto, son atacados por unas gaviotas entrenadas por el canal. Cuando eso pasa, los pitidos interrumpen los insultos de mamá, mientras que Brazos Musculosos golpea a las aves para defenderla. Recuerdo cuando ella se fue. Estaba contenta porque sería la envidia del barrio; una camioneta del canal la recogería en la casa y la llevaría al aeropuerto, donde viajaría por primera vez en avión. Nos despedimos de ella antes de subirse al carro que llegó; a papá le dio un beso y él le dijo que no se asustara cuando el avión despegara: «Es como un ascensor, pero más rápido», fue lo último que le dijo antes de que partiera.
13
El primero en llegar a la canasta, y por lo tanto el ganador indiscutible del reality, es Brazos Musculosos. Cuando mamá llega a la cima, los dos se abrazan y se besan como nunca la vi hacerlo con papá. Atrás de ellos, y sin importar que el cielo siga cubierto por gaviotas, fuegos artificiales estallan en luces que se reflejan en el mar. Veo a papá y llora desconsoladamente. La presentadora de La Isla del Tesoro le pregunta a Brazos Musculosos lo que hará con tanto dinero. «Conoceremos el mundo», es lo que afirma al tiempo que rodea a mamá con sus brazos. Recuerdo una tarde, después de que mi papá le gritara quién sabe por qué, en la que le oí decir a mamá que tan pronto tuviera la oportunidad se iría lejos, donde no pudiéramos encontrarla nunca. Esa vez la tomé del vestido y le rogué que si iba a hacerlo me llevara con ella. Me miró como si hasta ese momento supiera que yo estaba allí. Me dio un beso en la frente y sin decir nada se fue a la cocina. Esa tarde estábamos solamente los dos. Papá salió insultando y cerrando la puerta de un golpe, y mi hermano estaba pasando unos días en casa de mis abuelos. A nadie le conté lo que dijo, pero creo que ya no es necesario ocultarlo. Los créditos del programa descienden a través de un mar de fondo. Ahora la imagino a ella cruzando el océano en un yate blanco. Brazos Musculosos está a su lado, dirigiendo el yate como si supiera a dónde ir, mientras que yo estoy en la punta del barco, mirando hacia abajo, donde el mar es partido en dos. Vuelvo a la realidad, a este sofá en el que papá está envuelto entre sus piernas y brazos, y me preguntó lo que diría ella si viera el desorden que es la casa. A mi lado está mi hermano, y por primera vez en mi vida lo veo llorar. Siento lástima por él y por eso intento llorar también. Intento unirme a los dos en la despedida de mamá. Lo intento varias veces, pero no puedo. Ya les pasará, me digo a mí mismo. Guardo silencio y espero a que se detengan. Cuando por fin se callan miro la hora y veo que es muy tarde. Los dos duermen abrazados, entonces yo subo las escaleras para dormir en mi cuarto. Una vez en la cama pienso que será difícil, pero podremos estar sin ella. Cierro los ojos y sueño que nado hasta llegar a una playa en la que mamá me espera sonriendo.
Plástico
“Ahora nos dirigimos a usted, dichoso o desafortunado en el amor. Le proponemos la mujer que ha soñado toda la vida: se maneja por medio de controles automáticos y está hecha de materiales sintéticos que reproducen a voluntad las características más superficiales o recónditas de la belleza femenina.”
Juan José Arreola, El anuncio.
Juan José Arreola, El anuncio.
Roberto nunca tuvo suerte con las mujeres. Es posible que el origen de su fracaso radique en un hecho traumático de su infancia: tendría ocho o nueve años cuando una niña mayor lo encerró en un baño de la escuela en la que estudiaba. Una vez con el pestillo puesto, la niña empezó a besarlo hasta que lo obligó a sentarse en el inodoro. Ella se sentó en sus piernas, y él resistió el peso de su cuerpo hasta que finalmente dejó de besarlo. Salió del baño sin siquiera despedirse y, lo que es peor, nunca más lo volvió a buscar. Él la miraba caminar de un lado a otro en los recreos, y ella lo ignoraba cada vez que sentía su mirada encima. Terminó la primaria y en los años que siguieron de colegio la vida romántica de Roberto se reducía de manera exclusiva a la imaginación. Ni siquiera un beso casual ni nada que se le pareciera, hasta que en último año de bachillerato alcanzó a ilusionarse con el fin de esta sequía. La culpa de esto fue de una amiga que le decía una y otra vez que lo quería; lo soltaba de un momento a otro, como si necesitara decirlo o de lo contrario algo terrible pasaría: «amigo, yo te quiero mucho». Y seguramente hubiera seguido diciéndolo sin venir a cuento si no fuera porque una tarde, al salir de clases, Roberto le respondió que también la quería. Con la confesión hecha se sintió capaz de incluso pedirle que fuera novios, y eso fue lo que hizo. Lamentablemente, la respuesta fue fría y rápida, lo suficiente como para acostumbrarse a lo que sería su vida sentimental para siempre: «No, Roberto, es mejor que sigamos siendo amigos».
La primera esperanza de amor para Roberto, surgió el día que sus padres murieron en un accidente de tránsito cuando regresaban a casa. Como estaba en clases cuando esto pasó, el encargado de informarle sobre lo sucedido fue el rector del colegio, quien después de darle el pésame lo abrazó de una manera incómoda para él. La noticia no fue precisamente un golpe duro, al menos no de la manera que se esperaría. En lugar de llorar, Roberto sonrió de manera involuntaria porque imaginó un funeral en la que sus primas y compañeras de clase se acercan para consolarlo. Una especie de harem vestido todo de luto que para su desgracia jamás se hizo realidad. Sus compañeras apenas le enviaron mensajes por teléfono o con otros compañeros que sí fueron, y las únicas primas que fueron al funeral eran niñas impúberes. Quienes sí lo buscaron para demostrarle todo el amor que fuera posible, fueron principalmente las tías regordetas que solía ver en diciembre, así como un montón de amigas de sus padres, todas mayores y poco atractivas para él. Esa misma noche prometió que usaría el dinero heredado con el único fin de encontrar el amor.
Meditó por días en busca de la manera para cumplir su objetivo, y finalmente llegó a la conclusión de que lo mejor para un hombre sin talento sexual como él, era estudiar medicina. Creía inocentemente que la mujer que llegara a escuchar que se referían a él como “doctor”, desearía de inmediato estar a su lado. Debía ser alguien importante para que las mujeres lo vieran mucho más interesante, alguien con quién acostarse y, por qué no, amar para siempre. Se obstinó entonces por estudiar medicina. Lo hizo dejando su ciudad natal y gastando casi todo el dinero que le dejaron sus padres, porque para ser justos hay que decir que lo intentó, vaya que lo hizo, pero los libros y las horas de estudio fueron insuficientes para lograrlo, pero sus notas empeoraban con cada curso que matriculaba.
Volvió a pasar días meditando seriamente lo que debía hacer para lograr su objetivo, y después de una larga noche de tragos llegó a la mejor idea que había tenido en su vida: con el sueño del médico profesional destruido, se decidió por buscar algo parecido, algo con batas blancas, cama de cirugía, asistente, oficina y un membrete encima del escritorio con su nombre incrustado en letras doradas. Se inscribió en una escuela de odontología de esas que ofrecen una carrera rápida y económica, y allí cursó los seis semestres sin problema alguno. No era lo que esperaba, pero hay que recordar que el sueño de Roberto nunca fue el de salvar vidas. Quería un estatus especial, un bote con el cual navegar sobre el mar de mujeres que hay en el mundo. Dicho en palabras menos poéticas: quería un nivel de vida en el que pudiera mirar a una mujer a los ojos y ella lo viera también.
El comercial lo vio una sola vez, y eso fue suficiente para que se quedara grabado en su memoria. Escribió “silicona + boca” en Google, esperando encontrar nuevos utensilios para su equipo odontológico, pero en su lugar apareció un rostro como sacado de sus más profundos sueños y fracasos. Era una mujer sentada en un sofá, con el cabello a la altura de los hombros, y un par de largas piernas cruzadas entre sí. La cámara enfocaba su rostro, donde una boca levemente abierta parecía decir que, al otro lado, donde fuera que se proyectara su silueta, se encontraba su contraparte en el amor. De repente, apareció un aviso en luces rojas de neón a lo largo de la pantalla que decía: “Disfrute de la nueva generación de divas de silicona. Tan humanas que usted no encontrará la diferencia”.
Apagó la pantalla del computador y se acostó en su cama esperando conciliar el sueño, cosa que le fue imposible porque no dejaba de pensar en la mujer de plástico del vídeo. Sin esperar a que amaneciera, Roberto encendió la computadora y se puso a buscarla. Escribió de nuevo “silicona + boca” en la barra de búsqueda de Google, pero la mujer no aparecía en ninguna de las opciones. Borró lo escrito y puso en su lugar “muñeca de silicona + comprar”, y el resultado que daba la página era de más 457000 links.
“Las muñecas son diseñadas de acuerdo a los deseos del comprador”, leyó Roberto en la página oficial de Siliconas Love. En un formato de solicitud en inglés escribió lo que recordaba de la mujer del comercial, y a los pocos minutos apareció en la pantalla alguien de ojos verdes, cabello negro, culo redondo, pies pequeños y senos también pequeños. «Es ella», dijo Roberto, antes de presionar la opción de Comprar. Fueron siete mil dólares, más gastos de envío a Colombia, los que tuvo que pagar por su novia.
A lo largo de su vida, Roberto se vio obligado a ver parejas besándose en los parques y la televisión; incluso sus padres, un par de viejos, solían decirse palabras de cariño cada tanto frente a él. Y sin importar esto, él siguió adelante, paciente de la felicidad ajena porque confiaba ciegamente en la suya. Y eso fue cierto hasta que leyó en el certificado de comprar de su novia una sentencia de tiempo que se hacía angustiante para él: “En tres semanas la orden será entregada”. Llegó a pensar que nunca llegaría, o peor aún, que podría sucederle algo a él en tan largo lapso. Por casi un mes, Roberto caminó del apartamento a su trabajo, ida y vuelta, con un cuidado digno de un escolta presidencial; examinó cada rostro en la calle, alejándose de los que parecían ladrones, matones desequilibrados o borrachos dispuestos a una pelea con quien fuera. Hizo lo mismo con los bancos, creyendo inminente un robo contra uno de esos camiones de valores que siempre llevan guardias con revólver y escopeta en mano. Y lo que fue peor, cada uno de esos días Roberto recordó de manera lamentable a su única novia.
Se llama Andrea y se conocieron en su consultorio. Ese día, tenía ella la boca abierta, diciendo «Ahhhhh» en un solo tono, como si fuera una soprano cantando una ópera de treinta dientes sucios por culpa de un mal cepillado. Roberto tenía dos dedos al interior de su boca, y en un principio pensó únicamente en sus caries, pero la lengua de Andrea acarició sus dedos y nunca más volvió a ser el mismo. Intentó sacar la mano de su boca, pero antes de lograrlo ella lo mordió. «Me gustas», le dijo sin importar que la asistente fuera testigo de lo que sucedía. Quedaron de verse en la noche, en un bar del centro. Una vez allí, y con la tercera cerveza en la cabeza, Roberto gritó en su mente que amaba a esa desconocida. Ella le contó pedazos de su vida y de un momento a otro llegó a confesar que era un verdadero fracaso en lo sentimental. «Verás… sigo sin encontrar el amor», le confesó mirándolo de una manera que Roberto desconocía por completo. Entonces él se soltó, le dijo que la entendía porque había pasado por lo mismo, y al hacerlo sujetó sus manos con las suyas. Era lo más atrevido que había hecho en su vida, pero no era capaz de pasar de ahí. Quería pedirle que se fuera con él, que se enamoraran primero y después se casaran. Quería decirle que era el hombre de su vida, y ella la mujer que él había esperado siempre. De verdad quería decirlo, pero como nunca antes había conjurado esas palabras, sentía que al decirlas iba a recitarlas en desorden, como un hechizo mal citado.
Volvieron a verse cada noche durante una semana entera; él la invitaba a comer a un restaurante lujoso, para luego despedirse en la puerta de un taxi que Roberto conseguía caballerosamente para ella. Deseaba estar a su lado, pero cuando intentaba decirle que se fueran juntos a pasar la noche, fallaba al encontrar las palabras. Practicaba en el consultorio, antes de verla, así como en los baños de los lugares a los que salían; se miraba a sí mismo en los espejos, y recitaba una y otra vez la frase, la cual le salía siempre perfecta, pero otra cosa era cuando estaba frente a ella. Balbuceos incomprensibles, sólo eso salía de su boca cuando se atrevía a hacerlo, y seguramente la relación de los dos se hubiera mantenido así, como amigos que se cuentan la vida, si no hubiese sido porque finalmente Andrea le dijo que deseaba acostarse con él.
Lo que puede recordar Roberto de esa noche, no es más que una confusión de imágenes, miedo y una gran desilusión. Andrea estaba allí, en su propia cama, esperando desnuda por él. Era el sueño de su vida hecho realidad, pero al igual que los sueños, todo terminó demasiado rápido; cuando pensaba en el sexo, creía que debía durar lo mismo que la noche porque eso era lo que veía en las películas, cuando los personajes se acostaban juntos: una caricia mutua en el rostro, un beso apasionado y luego el corte que mostraba el amanecer por una ventana. Estaba completamente seguro que sería así, pero para su desgracia no duró más que una entrada y una salida. La penetró y de inmediato sintió que su vida se escapaba en un temblor que cruzó su médula y los nervios de la piel. Trató de actuar, de continuar amarrado a ella, pero su pene sucio y flácido era la prueba indiscutible de su fracaso. Lo único que recuerda con alegría fue que pasaron la noche juntos, aunque ella se quedó dormida, sin decir palabra alguna. Él se quitó el condón en el baño, y luego se acostó a su lado. Quería abrazarla, pero sabía que lo rechazaría tan pronto lo hiciera. La escuchó roncar cada tanto a lo largo de la noche, hasta que vio la luz del día aparecer por la ventana de su habitación. Entonces fue que Andrea despertó. Se levantó de la cama y creyendo que Roberto dormía, se vistió en absoluto silencio. Se fue sin dejarle una nota siquiera. ¿Quién sabe? Es probable que en realidad tuviera la intención inicial de enamorarse. También es probable que fuera una mujer extrañamente obsesionada con odontólogos, los cuales prepara en un ritual de citas hasta que se acuesta con ellos y los abandona. La verdad no importa, porque Andrea se fue del apartamento y jamás volvió a buscar a Roberto.
En su defensa, hay que decir que los días de espera no los pasó de manera exclusiva bajo la sombra de su ex. Hubo algo más, no sé si más deprimente o no, pero sí bastante ingenuo y digno de él. Lo primero fue llamar sin descanso a Estados Unidos, preguntando siempre por el arribo de su nueva novia, y lo segundo fue imaginar lo que haría con ella tan pronto llegara. En Siliconas Love respondieron las primeras veces de manera amable, recordándole cada vez la fecha aproximada del producto, como ellos mismos la llamaron, hasta que finalmente el puertorriqueño encargado del público latino se cansó de él le advirtió que dejara de llamar: «¡Colombiano maricón, tu cosa hace días que va de camino, no llames más!». En ese momento, Roberto llegó a la conclusión de que la gente, al poco tiempo de conocerlo, solía aburrirse de él. Los niños del barrio con los que creció, cuando dejaron de llamarlo a los partidos de fútbol; sus compañeros de colegio, quienes nunca lo invitaron a ningún reencuentro de la promoción; sus padres que solían viajar sin él; sus profesores de universidad que evitaban su saludo por los pasillos; incluso sus asistentes, que no solían durar más de tres meses acompañándolo; y por supuesto, Andrea. Y esta suma de fracasos lo hizo pensar que lo mismo sucedería con la mujer de plástico que venía de camino. Fue esta la razón por la que empezó a practicar sin descanso las historias con las que esperaba poder entretener por siempre a su nueva novia. Sin embargo, pronto se descubrió sin mucho qué contar, aburrido consigo mismo sin manera de evitarlo, y eso se convirtió en un problema que por fortuna se solucionó cuando compró un libro en la calle.
“El esqueleto de PVC permite una cantidad casi ilimitada de posiciones”, leía una y otra vez Roberto en la página de Internet de Siliconas Love. Al imaginar esas posiciones, surgía en su rostro una felicidad que daba a entender que el amor era posible para él; sonreía en la noche cuando soñaba y sonreía en la mañana, mientras desayunaba o salía con rumbo a su consultorio. Y por andar pensando en todas las formas en que haría el amor, fue que compró en la calle un Kamasutra ilustrado con instrucciones sencillas para cada posición; ese día, al regresar al apartamento, Roberto acarició la solapa del libro y, como quien jura sobre la Biblia, prometió que sería el mejor amante del mundo. Y vaya que hizo honor a la promesa. Cada día, al regresar a su apartamento, tomaba el libro y lo leía como su fuera la biblia o un manual de superación personal.
En esas andaba Roberto, leyendo las instrucciones de una posición que no dejaba de sorprenderlo, cuando de repente sonó el comunicador del apartamento. «Es ella. Gracias, Dios», atinó a decir antes de abrir la puerta para dejar pasar una caja de madera del tamaño de un ataúd. Tan pronto el repartidor lo dejó a solas con la caja, Roberto la acechó sin parar, siempre en círculos, como los tiburones cuando bailan en el mar antes de morder. Miraba la caja por cada esquina, deseando solamente con abrirla para ver a su novia. Si no lo hizo de inmediato fue por culpa de su propio olor. La continua lectura del libro lo tenía envuelto en un aroma de semen seco que debía borrar antes de conocerla, por lo que una vez en la ducha se esmeró por no dejar parte alguna del cuerpo sin agua ni jabón. Mirándose con atención en el espejo pasó la cuchilla de afeitar por cada poro de su rostro, así no hubiera muestra de un bigote siquiera; se vistió con la ropa más elegante que tenía y finalmente dio el toque final con una pincelada de peinilla en su cabellera. Vestido como si la cita misma fuera dentro de la caja, Roberto tomó una barra de hierro con la que despedazó, sin más demora, la caja; puntillas y pedazos de madera volaron por el apartamento, dejando apenas un féretro cuyo interior mostraba una piscina de bolas de poliestireno. Impaciente, hundió sus manos en la masa blanca, sacando a los pocos segundos un cuerpo femenino que lo abrazaba.
Al día siguiente, y por primera vez en su vida, preparó un desayuno para dos. Antes de salir al consultorio, dejó el segundo plato junto a la cama, a la espera de una mujer de plástico que dormía con las piernas abiertas. Una vez en el consultorio, y mientras examinaba las encías de un paciente, recordó el cuerpo desnudo que le esperaba en casa y sonrió. Entonces pidió a su asistente que hiciera esperar unos minutos a quien siguiera en la agenda. Tomó el teléfono de la oficina y marcó el número de su apartamento. «Hola, Cariño. No he podido dejar de pensar en ti en todo el día, creo que estoy enamorado». Su secretaría escuchaba atenta, sorprendida de que su jefe tuviera un romance.
En las mañanas, antes de salir al consultorio, Roberto limpiaba la vagina extraíble de su novia con champú y agua caliente. Terminada la labor, la dejaba secando sobre la cama, mientras su mujer de silicona permanecía sentada en el sofá de la sala, viendo televisión o leyendo alguna de las revistas que Roberto robaba de su propia oficina. Fueron varios meses de amor, fidelidad, higiene y sexo sin condón. Por fin la vida era bella, y eso lo sabía gracias al esqueleto de PVC que se flexionaba a su gusto cada noche. Cuando el Kamasutra fue practicado en su totalidad, se suscribió a los canales de pornografía para guiarse con ellos, lo cual hizo juiciosamente por casi un año. Un idilio perfecto que terminó la noche que ella cerró sus piernas como protesta; deseaba algo diferente al húmedo pene de Roberto al interior de su organismo altamente sensible y tecnológico; deseaba ver la sombra de los árboles sobre las calles de la ciudad hasta llegar a una sala de cine para ver una película; quería ir de compras como cualquier mujer, y, sobre todas las cosas, pedía ir a un restaurante para comer algo diferente a lo que él cocinaba. Por supuesto, Roberto aceptó cada una de las condiciones de su novia sin dudarlo un segundo.
Al siguiente día, vistió a su novia con un vestido de flores azules y amarillas. La tomó entre sus brazos y la cargó por el pasillo hasta el ascensor, donde dejó de cargarla como un bebé para abrazarla como un amante. Se apearon en el lobby, donde la dejó en un sofá mientras llamaba un taxi. Mientras él agitaba sus brazos en la calle, el portero del edificio observó con atención a la muñeca. Parecía atrapado entre la sorpresa y la risa, sin poder decidirse por cuál de las dos impresiones dejarse invadir. En pocos segundos Roberto volvió al lobby, tomó a su novia entre sus brazos y salieron del edificio sin despedirse del portero, quien siguió en absoluto silencio por varios minutos más. Dentro del taxi la historia no fue muy distinta. Ellos se besaban con pasión, mientras que el conductor esquivaba con dificultad el tráfico por espiar en el retrovisor a la pareja de carne y plástico que llevaba.
Lo primero que hicieron fue visitar las tiendas de ropa, zapatos y cosméticos de un centro comercial. «Como tú quieras cariño», respondía Roberto cada vez que ella le indicaba una tienda. Verlos a los dos entrar y salir de cada almacén era un espectáculo tan curioso, que era inevitable que al verlos la gente empezara a murmurar y reír. En las tiendas, las vendedoras sonreían con profesionalismo, como si ellos fueron un par de clientes adinerados que poco les interesa el valor de lo que se llevan. Buscaban las prendas que Roberto pedía, y vestían a la muñeca cuando algo parecía gustarle. Cuando las tiendas fueron visitadas en su totalidad, Roberto buscó un restaurante que no le significara más de cien metros de caminata; estaba agotado por caminar de un lado a otro, y ahora, con el peso de su novia sobre sus hombros, y la enorme cantidad de bolsas y paquetes que compró para ella, sentía que se quedaría sin fuerza para la sorpresa que le tenía preparada.
Sentados en una mesa decorada con un mantel de cuadros rojos y blancos, y con dos platos de lasaña recién servidos por un mesero por completo desconcertado, Roberto sacó de un bolsillo del pantalón una pequeña caja con un anillo de compromiso en su interior. Con su mano libre tomó una de las manos de su novia, compuesta en su mayoría por una piel de polímeros inorgánicos, y mirándola directamente a sus ojos le pidió que fuera su esposa: «Cariño, te amo como nunca haya podido amar antes. Te quiero hacer una pregunta muy importante: ¿Quieres ser mi esposa?». Después del silencio correspondiente a la pregunta, surgió un murmullo que parecía aumentar desde cada mesa del restaurante. Un ruido molesto que Roberto ignoró porque estaba enfocado en la boca de su novia. Quería una respuesta inmediata, pero en lugar de eso el rostro perfectamente diseñado continuaba estático, silencioso como si por primera vez recordara su naturaleza. Los demás clientes y trabajadores del restaurante continuaban mirando, en espera también de algo sucediera. Un silencio largo que alimentó el temor de Roberto por ser abandonado de nuevo. Un miedo que terminó cuando la muñeca dio su respuesta. «Acepto», y él se levantó de su silla, completamente ebrio de felicidad, y la besó como si la boda se hubiera realizado ahí mismo.
Ya en el apartamento, Roberto se desnudó y esperó a que su novia hiciera lo mismo. Al no hacerlo, él se sentó en la cama y trató de hablarle, pero ella guardó un silencio mucho mayor al del restaurante, un silencio tan largo que pudo haber durado toda la noche. Después de intentarlo por horas, Roberto se rindió con un gesto de derrota universal: sentado en la cama, y con sus delgadas manos sujetando su cabeza como si de esto dependería el equilibrio sobre sus hombros. Entonces empezó a llorar. Sólo pedía hacer el amor con su futura esposa, pero ella lo ignoraba tal como lo habían ignorado todas las demás personas a lo largo de su vida. Iluminada por las luces de la calle que cruzan las cortinas de la habitación, Roberto miró detenidamente a la mujer que amaba, y lo único que pudo ver fue a una muñeca de silicona que simulaba dormir. Salió de la habitación para acostarse en el sofá. No pudo dormir. En su lugar pasó las horas viendo las bolsas con ropa recién compradas esparcidas por el suelo. Recordó a sus padres y lamentó por primera vez su muerte porque deseaba que estuvieran el día de su boda; también rememoró los días que pasó con Andrea, y trató de suponer lo que estaría haciendo en ese momento: «seguramente duerme», se dijo a sí mismo con absoluta ingenuidad. Pensaba en esto, y en toda su vida, cuando al fin una pregunta clave cruzó por su mente: «¿Y ella para qué querrá todo esto?», y una vez con la pregunta hecha, sintió que las bolsas de ropa que lo rodeaban cobraban vida para arrojarse sobre él.
Fueron varios los meses que siguieron sin que las cosas cambiaran; sin sexo, ni fecha de matrimonio a la vista. Entonces, Roberto trató de continuar con su vida ignorando los silencios y los gestos de fastidio de su novia; en las mañanas enjuagaba su vagina extraíble y luego se sentaba a su lado para hablarle como si continuaran en esos primeros meses de felicidad conyugal. «Cariño, ¿Quieres pizza?», le preguntaba cuando llegaba la hora de cenar, pero la muñeca seguía estática, concentrada en no hablar, no comer y no amar.
Un ciclo continuo, otra costumbre si se quiere llamarlo así, que habría durado hasta el infinito de no ser porque llegó la noche en que Roberto regresó y encontró el televisor apagado. Encendió las luces tan pronto entró al apartamento, y después de una rápida mirada comprendió que lo único que faltaba eran ella y sus cosas; la buscó en cualquier posible escondite del apartamento sin importar lo pequeño que este fuera, incluso la buscó bajo la cama y al interior del armario, pera nada encontró allí. La mujer con la que deseaba pasar el resto de su vida escapó, dejando apenas sobre la mesa de noche la sortija de compromiso. Roberto la tomó entre sus dedos y la sostuvo así por varios segundos, cada uno de ellos pensando en las cosas que no sucederían para él, en los hijos que deseaba en secreto y el amor seguro para refugiarse cada noche de su vida. Apretó la sortija en la palma de su mano, formando así un puño que desapareció cuando se paró junto a la ventana y, desde allí, arrojó lo más lejos que pudo ese pedazo de felicidad que creía conseguido.
Desconsolado, Roberto no encontró otra cosa qué hacer sino acostarse sobre su cama pensando que le sería imposible dormir, pero eso fue justamente lo que sucedió tan pronto posó su cabeza sobre la almohada. Y durmió profundamente, tanto que al despertar a la mañana parecía haber olvidado todo. Primero pensó que su novia estaría en la sala, viendo televisión con el volumen bajo para no despertarlo. Luego, cuando vio que no estaba donde suponía, pensó que estaría en el baño, pero allí la puerta abierta delataba que no había nadie. Entonces la sensación de la absoluta derrota volvió y destruyó cualquier esperanza que pudiera guardar. Entonces caminó hasta la ventana de la sala, creyendo que podía adivinar el lugar exacto en el que cayó la sortija, pero desde allí lo único que podía verse era un mundo enorme en el que parecía existir un lugar para cualquiera, menos para él.
La primera esperanza de amor para Roberto, surgió el día que sus padres murieron en un accidente de tránsito cuando regresaban a casa. Como estaba en clases cuando esto pasó, el encargado de informarle sobre lo sucedido fue el rector del colegio, quien después de darle el pésame lo abrazó de una manera incómoda para él. La noticia no fue precisamente un golpe duro, al menos no de la manera que se esperaría. En lugar de llorar, Roberto sonrió de manera involuntaria porque imaginó un funeral en la que sus primas y compañeras de clase se acercan para consolarlo. Una especie de harem vestido todo de luto que para su desgracia jamás se hizo realidad. Sus compañeras apenas le enviaron mensajes por teléfono o con otros compañeros que sí fueron, y las únicas primas que fueron al funeral eran niñas impúberes. Quienes sí lo buscaron para demostrarle todo el amor que fuera posible, fueron principalmente las tías regordetas que solía ver en diciembre, así como un montón de amigas de sus padres, todas mayores y poco atractivas para él. Esa misma noche prometió que usaría el dinero heredado con el único fin de encontrar el amor.
Meditó por días en busca de la manera para cumplir su objetivo, y finalmente llegó a la conclusión de que lo mejor para un hombre sin talento sexual como él, era estudiar medicina. Creía inocentemente que la mujer que llegara a escuchar que se referían a él como “doctor”, desearía de inmediato estar a su lado. Debía ser alguien importante para que las mujeres lo vieran mucho más interesante, alguien con quién acostarse y, por qué no, amar para siempre. Se obstinó entonces por estudiar medicina. Lo hizo dejando su ciudad natal y gastando casi todo el dinero que le dejaron sus padres, porque para ser justos hay que decir que lo intentó, vaya que lo hizo, pero los libros y las horas de estudio fueron insuficientes para lograrlo, pero sus notas empeoraban con cada curso que matriculaba.
Volvió a pasar días meditando seriamente lo que debía hacer para lograr su objetivo, y después de una larga noche de tragos llegó a la mejor idea que había tenido en su vida: con el sueño del médico profesional destruido, se decidió por buscar algo parecido, algo con batas blancas, cama de cirugía, asistente, oficina y un membrete encima del escritorio con su nombre incrustado en letras doradas. Se inscribió en una escuela de odontología de esas que ofrecen una carrera rápida y económica, y allí cursó los seis semestres sin problema alguno. No era lo que esperaba, pero hay que recordar que el sueño de Roberto nunca fue el de salvar vidas. Quería un estatus especial, un bote con el cual navegar sobre el mar de mujeres que hay en el mundo. Dicho en palabras menos poéticas: quería un nivel de vida en el que pudiera mirar a una mujer a los ojos y ella lo viera también.
El comercial lo vio una sola vez, y eso fue suficiente para que se quedara grabado en su memoria. Escribió “silicona + boca” en Google, esperando encontrar nuevos utensilios para su equipo odontológico, pero en su lugar apareció un rostro como sacado de sus más profundos sueños y fracasos. Era una mujer sentada en un sofá, con el cabello a la altura de los hombros, y un par de largas piernas cruzadas entre sí. La cámara enfocaba su rostro, donde una boca levemente abierta parecía decir que, al otro lado, donde fuera que se proyectara su silueta, se encontraba su contraparte en el amor. De repente, apareció un aviso en luces rojas de neón a lo largo de la pantalla que decía: “Disfrute de la nueva generación de divas de silicona. Tan humanas que usted no encontrará la diferencia”.
Apagó la pantalla del computador y se acostó en su cama esperando conciliar el sueño, cosa que le fue imposible porque no dejaba de pensar en la mujer de plástico del vídeo. Sin esperar a que amaneciera, Roberto encendió la computadora y se puso a buscarla. Escribió de nuevo “silicona + boca” en la barra de búsqueda de Google, pero la mujer no aparecía en ninguna de las opciones. Borró lo escrito y puso en su lugar “muñeca de silicona + comprar”, y el resultado que daba la página era de más 457000 links.
“Las muñecas son diseñadas de acuerdo a los deseos del comprador”, leyó Roberto en la página oficial de Siliconas Love. En un formato de solicitud en inglés escribió lo que recordaba de la mujer del comercial, y a los pocos minutos apareció en la pantalla alguien de ojos verdes, cabello negro, culo redondo, pies pequeños y senos también pequeños. «Es ella», dijo Roberto, antes de presionar la opción de Comprar. Fueron siete mil dólares, más gastos de envío a Colombia, los que tuvo que pagar por su novia.
A lo largo de su vida, Roberto se vio obligado a ver parejas besándose en los parques y la televisión; incluso sus padres, un par de viejos, solían decirse palabras de cariño cada tanto frente a él. Y sin importar esto, él siguió adelante, paciente de la felicidad ajena porque confiaba ciegamente en la suya. Y eso fue cierto hasta que leyó en el certificado de comprar de su novia una sentencia de tiempo que se hacía angustiante para él: “En tres semanas la orden será entregada”. Llegó a pensar que nunca llegaría, o peor aún, que podría sucederle algo a él en tan largo lapso. Por casi un mes, Roberto caminó del apartamento a su trabajo, ida y vuelta, con un cuidado digno de un escolta presidencial; examinó cada rostro en la calle, alejándose de los que parecían ladrones, matones desequilibrados o borrachos dispuestos a una pelea con quien fuera. Hizo lo mismo con los bancos, creyendo inminente un robo contra uno de esos camiones de valores que siempre llevan guardias con revólver y escopeta en mano. Y lo que fue peor, cada uno de esos días Roberto recordó de manera lamentable a su única novia.
Se llama Andrea y se conocieron en su consultorio. Ese día, tenía ella la boca abierta, diciendo «Ahhhhh» en un solo tono, como si fuera una soprano cantando una ópera de treinta dientes sucios por culpa de un mal cepillado. Roberto tenía dos dedos al interior de su boca, y en un principio pensó únicamente en sus caries, pero la lengua de Andrea acarició sus dedos y nunca más volvió a ser el mismo. Intentó sacar la mano de su boca, pero antes de lograrlo ella lo mordió. «Me gustas», le dijo sin importar que la asistente fuera testigo de lo que sucedía. Quedaron de verse en la noche, en un bar del centro. Una vez allí, y con la tercera cerveza en la cabeza, Roberto gritó en su mente que amaba a esa desconocida. Ella le contó pedazos de su vida y de un momento a otro llegó a confesar que era un verdadero fracaso en lo sentimental. «Verás… sigo sin encontrar el amor», le confesó mirándolo de una manera que Roberto desconocía por completo. Entonces él se soltó, le dijo que la entendía porque había pasado por lo mismo, y al hacerlo sujetó sus manos con las suyas. Era lo más atrevido que había hecho en su vida, pero no era capaz de pasar de ahí. Quería pedirle que se fuera con él, que se enamoraran primero y después se casaran. Quería decirle que era el hombre de su vida, y ella la mujer que él había esperado siempre. De verdad quería decirlo, pero como nunca antes había conjurado esas palabras, sentía que al decirlas iba a recitarlas en desorden, como un hechizo mal citado.
Volvieron a verse cada noche durante una semana entera; él la invitaba a comer a un restaurante lujoso, para luego despedirse en la puerta de un taxi que Roberto conseguía caballerosamente para ella. Deseaba estar a su lado, pero cuando intentaba decirle que se fueran juntos a pasar la noche, fallaba al encontrar las palabras. Practicaba en el consultorio, antes de verla, así como en los baños de los lugares a los que salían; se miraba a sí mismo en los espejos, y recitaba una y otra vez la frase, la cual le salía siempre perfecta, pero otra cosa era cuando estaba frente a ella. Balbuceos incomprensibles, sólo eso salía de su boca cuando se atrevía a hacerlo, y seguramente la relación de los dos se hubiera mantenido así, como amigos que se cuentan la vida, si no hubiese sido porque finalmente Andrea le dijo que deseaba acostarse con él.
Lo que puede recordar Roberto de esa noche, no es más que una confusión de imágenes, miedo y una gran desilusión. Andrea estaba allí, en su propia cama, esperando desnuda por él. Era el sueño de su vida hecho realidad, pero al igual que los sueños, todo terminó demasiado rápido; cuando pensaba en el sexo, creía que debía durar lo mismo que la noche porque eso era lo que veía en las películas, cuando los personajes se acostaban juntos: una caricia mutua en el rostro, un beso apasionado y luego el corte que mostraba el amanecer por una ventana. Estaba completamente seguro que sería así, pero para su desgracia no duró más que una entrada y una salida. La penetró y de inmediato sintió que su vida se escapaba en un temblor que cruzó su médula y los nervios de la piel. Trató de actuar, de continuar amarrado a ella, pero su pene sucio y flácido era la prueba indiscutible de su fracaso. Lo único que recuerda con alegría fue que pasaron la noche juntos, aunque ella se quedó dormida, sin decir palabra alguna. Él se quitó el condón en el baño, y luego se acostó a su lado. Quería abrazarla, pero sabía que lo rechazaría tan pronto lo hiciera. La escuchó roncar cada tanto a lo largo de la noche, hasta que vio la luz del día aparecer por la ventana de su habitación. Entonces fue que Andrea despertó. Se levantó de la cama y creyendo que Roberto dormía, se vistió en absoluto silencio. Se fue sin dejarle una nota siquiera. ¿Quién sabe? Es probable que en realidad tuviera la intención inicial de enamorarse. También es probable que fuera una mujer extrañamente obsesionada con odontólogos, los cuales prepara en un ritual de citas hasta que se acuesta con ellos y los abandona. La verdad no importa, porque Andrea se fue del apartamento y jamás volvió a buscar a Roberto.
En su defensa, hay que decir que los días de espera no los pasó de manera exclusiva bajo la sombra de su ex. Hubo algo más, no sé si más deprimente o no, pero sí bastante ingenuo y digno de él. Lo primero fue llamar sin descanso a Estados Unidos, preguntando siempre por el arribo de su nueva novia, y lo segundo fue imaginar lo que haría con ella tan pronto llegara. En Siliconas Love respondieron las primeras veces de manera amable, recordándole cada vez la fecha aproximada del producto, como ellos mismos la llamaron, hasta que finalmente el puertorriqueño encargado del público latino se cansó de él le advirtió que dejara de llamar: «¡Colombiano maricón, tu cosa hace días que va de camino, no llames más!». En ese momento, Roberto llegó a la conclusión de que la gente, al poco tiempo de conocerlo, solía aburrirse de él. Los niños del barrio con los que creció, cuando dejaron de llamarlo a los partidos de fútbol; sus compañeros de colegio, quienes nunca lo invitaron a ningún reencuentro de la promoción; sus padres que solían viajar sin él; sus profesores de universidad que evitaban su saludo por los pasillos; incluso sus asistentes, que no solían durar más de tres meses acompañándolo; y por supuesto, Andrea. Y esta suma de fracasos lo hizo pensar que lo mismo sucedería con la mujer de plástico que venía de camino. Fue esta la razón por la que empezó a practicar sin descanso las historias con las que esperaba poder entretener por siempre a su nueva novia. Sin embargo, pronto se descubrió sin mucho qué contar, aburrido consigo mismo sin manera de evitarlo, y eso se convirtió en un problema que por fortuna se solucionó cuando compró un libro en la calle.
“El esqueleto de PVC permite una cantidad casi ilimitada de posiciones”, leía una y otra vez Roberto en la página de Internet de Siliconas Love. Al imaginar esas posiciones, surgía en su rostro una felicidad que daba a entender que el amor era posible para él; sonreía en la noche cuando soñaba y sonreía en la mañana, mientras desayunaba o salía con rumbo a su consultorio. Y por andar pensando en todas las formas en que haría el amor, fue que compró en la calle un Kamasutra ilustrado con instrucciones sencillas para cada posición; ese día, al regresar al apartamento, Roberto acarició la solapa del libro y, como quien jura sobre la Biblia, prometió que sería el mejor amante del mundo. Y vaya que hizo honor a la promesa. Cada día, al regresar a su apartamento, tomaba el libro y lo leía como su fuera la biblia o un manual de superación personal.
En esas andaba Roberto, leyendo las instrucciones de una posición que no dejaba de sorprenderlo, cuando de repente sonó el comunicador del apartamento. «Es ella. Gracias, Dios», atinó a decir antes de abrir la puerta para dejar pasar una caja de madera del tamaño de un ataúd. Tan pronto el repartidor lo dejó a solas con la caja, Roberto la acechó sin parar, siempre en círculos, como los tiburones cuando bailan en el mar antes de morder. Miraba la caja por cada esquina, deseando solamente con abrirla para ver a su novia. Si no lo hizo de inmediato fue por culpa de su propio olor. La continua lectura del libro lo tenía envuelto en un aroma de semen seco que debía borrar antes de conocerla, por lo que una vez en la ducha se esmeró por no dejar parte alguna del cuerpo sin agua ni jabón. Mirándose con atención en el espejo pasó la cuchilla de afeitar por cada poro de su rostro, así no hubiera muestra de un bigote siquiera; se vistió con la ropa más elegante que tenía y finalmente dio el toque final con una pincelada de peinilla en su cabellera. Vestido como si la cita misma fuera dentro de la caja, Roberto tomó una barra de hierro con la que despedazó, sin más demora, la caja; puntillas y pedazos de madera volaron por el apartamento, dejando apenas un féretro cuyo interior mostraba una piscina de bolas de poliestireno. Impaciente, hundió sus manos en la masa blanca, sacando a los pocos segundos un cuerpo femenino que lo abrazaba.
Al día siguiente, y por primera vez en su vida, preparó un desayuno para dos. Antes de salir al consultorio, dejó el segundo plato junto a la cama, a la espera de una mujer de plástico que dormía con las piernas abiertas. Una vez en el consultorio, y mientras examinaba las encías de un paciente, recordó el cuerpo desnudo que le esperaba en casa y sonrió. Entonces pidió a su asistente que hiciera esperar unos minutos a quien siguiera en la agenda. Tomó el teléfono de la oficina y marcó el número de su apartamento. «Hola, Cariño. No he podido dejar de pensar en ti en todo el día, creo que estoy enamorado». Su secretaría escuchaba atenta, sorprendida de que su jefe tuviera un romance.
En las mañanas, antes de salir al consultorio, Roberto limpiaba la vagina extraíble de su novia con champú y agua caliente. Terminada la labor, la dejaba secando sobre la cama, mientras su mujer de silicona permanecía sentada en el sofá de la sala, viendo televisión o leyendo alguna de las revistas que Roberto robaba de su propia oficina. Fueron varios meses de amor, fidelidad, higiene y sexo sin condón. Por fin la vida era bella, y eso lo sabía gracias al esqueleto de PVC que se flexionaba a su gusto cada noche. Cuando el Kamasutra fue practicado en su totalidad, se suscribió a los canales de pornografía para guiarse con ellos, lo cual hizo juiciosamente por casi un año. Un idilio perfecto que terminó la noche que ella cerró sus piernas como protesta; deseaba algo diferente al húmedo pene de Roberto al interior de su organismo altamente sensible y tecnológico; deseaba ver la sombra de los árboles sobre las calles de la ciudad hasta llegar a una sala de cine para ver una película; quería ir de compras como cualquier mujer, y, sobre todas las cosas, pedía ir a un restaurante para comer algo diferente a lo que él cocinaba. Por supuesto, Roberto aceptó cada una de las condiciones de su novia sin dudarlo un segundo.
Al siguiente día, vistió a su novia con un vestido de flores azules y amarillas. La tomó entre sus brazos y la cargó por el pasillo hasta el ascensor, donde dejó de cargarla como un bebé para abrazarla como un amante. Se apearon en el lobby, donde la dejó en un sofá mientras llamaba un taxi. Mientras él agitaba sus brazos en la calle, el portero del edificio observó con atención a la muñeca. Parecía atrapado entre la sorpresa y la risa, sin poder decidirse por cuál de las dos impresiones dejarse invadir. En pocos segundos Roberto volvió al lobby, tomó a su novia entre sus brazos y salieron del edificio sin despedirse del portero, quien siguió en absoluto silencio por varios minutos más. Dentro del taxi la historia no fue muy distinta. Ellos se besaban con pasión, mientras que el conductor esquivaba con dificultad el tráfico por espiar en el retrovisor a la pareja de carne y plástico que llevaba.
Lo primero que hicieron fue visitar las tiendas de ropa, zapatos y cosméticos de un centro comercial. «Como tú quieras cariño», respondía Roberto cada vez que ella le indicaba una tienda. Verlos a los dos entrar y salir de cada almacén era un espectáculo tan curioso, que era inevitable que al verlos la gente empezara a murmurar y reír. En las tiendas, las vendedoras sonreían con profesionalismo, como si ellos fueron un par de clientes adinerados que poco les interesa el valor de lo que se llevan. Buscaban las prendas que Roberto pedía, y vestían a la muñeca cuando algo parecía gustarle. Cuando las tiendas fueron visitadas en su totalidad, Roberto buscó un restaurante que no le significara más de cien metros de caminata; estaba agotado por caminar de un lado a otro, y ahora, con el peso de su novia sobre sus hombros, y la enorme cantidad de bolsas y paquetes que compró para ella, sentía que se quedaría sin fuerza para la sorpresa que le tenía preparada.
Sentados en una mesa decorada con un mantel de cuadros rojos y blancos, y con dos platos de lasaña recién servidos por un mesero por completo desconcertado, Roberto sacó de un bolsillo del pantalón una pequeña caja con un anillo de compromiso en su interior. Con su mano libre tomó una de las manos de su novia, compuesta en su mayoría por una piel de polímeros inorgánicos, y mirándola directamente a sus ojos le pidió que fuera su esposa: «Cariño, te amo como nunca haya podido amar antes. Te quiero hacer una pregunta muy importante: ¿Quieres ser mi esposa?». Después del silencio correspondiente a la pregunta, surgió un murmullo que parecía aumentar desde cada mesa del restaurante. Un ruido molesto que Roberto ignoró porque estaba enfocado en la boca de su novia. Quería una respuesta inmediata, pero en lugar de eso el rostro perfectamente diseñado continuaba estático, silencioso como si por primera vez recordara su naturaleza. Los demás clientes y trabajadores del restaurante continuaban mirando, en espera también de algo sucediera. Un silencio largo que alimentó el temor de Roberto por ser abandonado de nuevo. Un miedo que terminó cuando la muñeca dio su respuesta. «Acepto», y él se levantó de su silla, completamente ebrio de felicidad, y la besó como si la boda se hubiera realizado ahí mismo.
Ya en el apartamento, Roberto se desnudó y esperó a que su novia hiciera lo mismo. Al no hacerlo, él se sentó en la cama y trató de hablarle, pero ella guardó un silencio mucho mayor al del restaurante, un silencio tan largo que pudo haber durado toda la noche. Después de intentarlo por horas, Roberto se rindió con un gesto de derrota universal: sentado en la cama, y con sus delgadas manos sujetando su cabeza como si de esto dependería el equilibrio sobre sus hombros. Entonces empezó a llorar. Sólo pedía hacer el amor con su futura esposa, pero ella lo ignoraba tal como lo habían ignorado todas las demás personas a lo largo de su vida. Iluminada por las luces de la calle que cruzan las cortinas de la habitación, Roberto miró detenidamente a la mujer que amaba, y lo único que pudo ver fue a una muñeca de silicona que simulaba dormir. Salió de la habitación para acostarse en el sofá. No pudo dormir. En su lugar pasó las horas viendo las bolsas con ropa recién compradas esparcidas por el suelo. Recordó a sus padres y lamentó por primera vez su muerte porque deseaba que estuvieran el día de su boda; también rememoró los días que pasó con Andrea, y trató de suponer lo que estaría haciendo en ese momento: «seguramente duerme», se dijo a sí mismo con absoluta ingenuidad. Pensaba en esto, y en toda su vida, cuando al fin una pregunta clave cruzó por su mente: «¿Y ella para qué querrá todo esto?», y una vez con la pregunta hecha, sintió que las bolsas de ropa que lo rodeaban cobraban vida para arrojarse sobre él.
Fueron varios los meses que siguieron sin que las cosas cambiaran; sin sexo, ni fecha de matrimonio a la vista. Entonces, Roberto trató de continuar con su vida ignorando los silencios y los gestos de fastidio de su novia; en las mañanas enjuagaba su vagina extraíble y luego se sentaba a su lado para hablarle como si continuaran en esos primeros meses de felicidad conyugal. «Cariño, ¿Quieres pizza?», le preguntaba cuando llegaba la hora de cenar, pero la muñeca seguía estática, concentrada en no hablar, no comer y no amar.
Un ciclo continuo, otra costumbre si se quiere llamarlo así, que habría durado hasta el infinito de no ser porque llegó la noche en que Roberto regresó y encontró el televisor apagado. Encendió las luces tan pronto entró al apartamento, y después de una rápida mirada comprendió que lo único que faltaba eran ella y sus cosas; la buscó en cualquier posible escondite del apartamento sin importar lo pequeño que este fuera, incluso la buscó bajo la cama y al interior del armario, pera nada encontró allí. La mujer con la que deseaba pasar el resto de su vida escapó, dejando apenas sobre la mesa de noche la sortija de compromiso. Roberto la tomó entre sus dedos y la sostuvo así por varios segundos, cada uno de ellos pensando en las cosas que no sucederían para él, en los hijos que deseaba en secreto y el amor seguro para refugiarse cada noche de su vida. Apretó la sortija en la palma de su mano, formando así un puño que desapareció cuando se paró junto a la ventana y, desde allí, arrojó lo más lejos que pudo ese pedazo de felicidad que creía conseguido.
Desconsolado, Roberto no encontró otra cosa qué hacer sino acostarse sobre su cama pensando que le sería imposible dormir, pero eso fue justamente lo que sucedió tan pronto posó su cabeza sobre la almohada. Y durmió profundamente, tanto que al despertar a la mañana parecía haber olvidado todo. Primero pensó que su novia estaría en la sala, viendo televisión con el volumen bajo para no despertarlo. Luego, cuando vio que no estaba donde suponía, pensó que estaría en el baño, pero allí la puerta abierta delataba que no había nadie. Entonces la sensación de la absoluta derrota volvió y destruyó cualquier esperanza que pudiera guardar. Entonces caminó hasta la ventana de la sala, creyendo que podía adivinar el lugar exacto en el que cayó la sortija, pero desde allí lo único que podía verse era un mundo enorme en el que parecía existir un lugar para cualquiera, menos para él.
Los seguidores de la ley
Referí: te saludo.
Dejá que me patine un homenaje.
Ya que sos el gran héroe de las canchas,
es justo que te cante”.
Iván Díez
En los buenos tiempos, cuando cantábamos el himno de la barra en los estadios del país, el Pata Martínez solía contar que me invitó al grupo porque no intenté sobornarlo. Él era agente de tránsito y mi carro tenía las direccionales rotas. En lugar de multarme, cosa que le solicité, me preguntó si me gustaba el fútbol y yo le dije la verdad:
—Lo siento, pero es un deporte que me aburre.
—No importa. Le perdono la multa, siempre que prometa ir a una reunión de fútbol que tengo con unos amigos. Y no se preocupe, que no le vamos a ningún equipo.
Yo prometí que iría y él escribió la dirección en un papel que luego guardé en la guantera del carro. Juro que no lo iba hacer. Eso de acercarme a una reunión de fanáticos de un deporte que ni siquiera me gusta es algo que preferiría evitar, así incluso tuviera que faltar a mi palabra, pero esa afirmación de que no apoyaban ningún equipo me rondó tanto que decidí cumplir con lo prometido. Cuando llegué al lugar que indicaba el papel, encontré una colina cuya cima era una deficiente cancha de arena. En el lugar en el que debería estar marcada la mitad del campo, había un grupo de hombres lo suficientemente numeroso como para asemejar un salón de clase.
La primera vez que fuimos juntos al estadio lo hicimos con las banderas recién bordadas y los cánticos ensayados hasta el límite. Esa tarde el partido quedó en empate a dos goles. El árbitro mostró tres tarjetas amarillas y una roja, y sentenció dos penaltis, uno a favor de cada equipo. Dos horas antes, cuando nos sentamos en la gradería de occidente, nadie preguntó por nosotros. Cuando se decretó el primer penalti, la hinchada local supuso que éramos del equipo contrario porque lo celebramos con gritos y abrazos. Así lo creyeron hasta que el árbitro pitó el segundo penalti, esta vez a favor de ellos. Ese fue el momento en el que las fanaticadas enmudecieron. El partido llevaba sesenta minutos, y sólo hasta ese instante pudimos gritar nuestros cánticos con la fuerza suficiente como para ser oídos en el campo de juego. No éramos muchos, pero nuestros gritos fueron tan fuertes que detuvimos a los jugadores de ambos equipos y al árbitro, quien, acostumbrado al insulto, se sorprendió de un público que lo ovacionaba.
Rápidamente aprendieron a reconocernos. Mucho antes del pitazo inicial, cuando los estadios empezaban a llenarse con los hinchas más fieles de los equipos en disputa, llegábamos también nosotros. En esos días apenas nos consideraban con miradas de incomprensión y de lástima, como si fuéramos una clase de idiotas con permiso especial para entrar a los estadios. Sin embargo, cuando finalizaba cada encuentro, esos mismos hinchas que se burlaron de nosotros dejaban de insultarse entre ellos, para unirse en una sola injuria en contra nuestra. Nos gritaban sapos e hijos de malas madres (la verdadera palabra, por supuesto, no puedo decirla aquí). Nosotros, intactos y hasta orgullosos, sorteábamos los insultos con nuestros propios cantos y nuestra bandera. Sí, esa gran bandera que midió quince metros de largo por seis de ancho, absolutamente negra, salvo por el balón de fútbol, hecho en blanco. Y en el centro del balón, en el parche principal, la silueta también blanca de un silbato declarando el bando al que pertenecíamos. Esa primera bandera la diseñó el Pata Martínez, y la confeccionó su esposa, quien también se encargó de hacer el resto de las banderas que llevamos al estadio por el tiempo que existió el club.
La Hinchada Negra, así fue como nos conoció el mundo. Las razones para ese nombre fueron demasiado prácticas. La más obvia, por supuesto, el uniforme de los árbitros, que en esos tiempos era invariablemente negro. No obstante, existe una segunda razón, la principal, debería decir; resulta que fuera del estadio, cuando cada uno anda por su cuenta en la vida, sin la compañía de nadie del grupo, el color del luto igual aparecía para acompañarnos. Era como si esa sombra absoluta nos representara a todos nosotros, incluida a la terna arbitral de cada partido del mundo, en un gremio de profesionales de la observación y penalización de la ley. “El Pata”, como ya debí haberles dicho, era policía de tránsito; Daniel “el Corroncho” Ortiz y Pablo “la Oruga” Lozano pertenecían a la Policía Distrital; Javier “el Pelón” Márquez era profesor de gramática en la universidad, y Fernando “el Equilibrado” Ferreira, juez de la República. Los menciono a ellos como ejemplos, porque fueron los primeros de la barra, “los fundadores”, como solían decir con orgullo. Pero especialmente porque para mí fueron los más cercanos, los mejores amigos que pude conocer en toda mi vida.
La idea se les ocurrió a la Oruga y al Corroncho mientras veían un partido de barrio desde su patrulla de policía. Del marcador no tenían idea. Eso no les importó mucho; de igual modo, la radio de la patrulla permanecía tranquila para ellos; por tanto, podían seguir allí como observadores de lujo de un partido de barrio. El juego era bueno, de ida y vuelta, hasta que un jugador golpeó con intención a otro, lo cual desató una pelea incontrolable. Sin nadie más que pudiera controlar lo que sucedía, los dos bajaron del carro y se dirigieron a la cancha para detener la pelea. Una vez de regreso en la patrulla, los dos llegaron a la conclusión de que el problema no había sido el golpe inicial, sino la ausencia de un árbitro que lo penalizara.
—Así es, Ortiz, sin alguien que diga qué es falta y qué no, el fútbol se va al carajo. Bien mirado, el que pita en la cancha es igual a nosotros —y el Corroncho sonrió, antes de responder con la frase que sería el principio del club.
—Pues, mi hermano, entonces en el fútbol es al árbitro a quien tenemos que apoyar.
El siguiente en sumarse a la idea fue el Pata, quien de inmediato se puso a diseñar la bandera. Luego llegaron el Equilibrado y el Pelón, que se encargaron de escribir El manual del perfecto hincha negro, así como las canciones, y hasta un himno. Después de ellos fue que llegamos los demás.
Por ese primer año, y en un rango de cien kilómetros, asistimos a cualquier partido que contara con la presencia de un árbitro oficial. Con nuestros propios gastos y tiempo libre, anduvimos sobre la carretera en caravanas de carros sin más distintivo que nuestras banderas saliendo por las ventanillas. Una alegría pura que terminó el día en que la fama llegó a nuestra puerta.
Ocurrió durante el encuentro entre Transportadores Fútbol Club y Universitarios Unidos, por la Copa Departamental de Fútbol Amateur. Esa tarde, que recuerdo despejada y con un maravilloso olor a mazorca asada, nuestro árbitro terminó el partido con una brillante marca de cuatro fueras de lugar, veinticinco faltas, dos tarjetas amarillas y un jugador justamente expulsado. Celebramos y cantamos a los réferis, quienes a su vez se acercaron a nuestra tribuna y aplaudieron como gratificación a nuestro apoyo. Los de la prensa local que acudieron a seguir el encuentro se sorprendieron tanto con nosotros, que decidieron convertirnos en el motivo de la noticia, y el elegido para responder a las preguntas del reportero fue el Equilibrado Ferreira. Habló de la difícil tarea de los árbitros: el decidir en una milésima de segundo la legalidad de lo que sucede en el campo de juego. »Sin ellos, el fútbol sencillamente no existiría«. Así salieron sus palabras impresas en la primera página de los diarios locales.
A los pocos días de que saliéramos en los periódicos llegaron las cartas de apoyo. Las enviaron principalmente madres de árbitros, quienes agradecían el gesto de cariño hacia sus hijos, o también de aspirantes a réferis que temían demostrar frente a sus amigos que sus intereses no estaban en patear la pelota, sino en seguirla sin poder alcanzarla nunca. Por esto mismo, cuando recibimos el sobre con los matasellos de la Federación Nacional de Fútbol y el Ministerio de Paz y Hermandad, creímos inmediatamente que era una broma. Sin embargo, al abrir el sobre lo que encontramos fue un tesoro. La carta estaba firmada con un sello del Gobierno, y el mensaje decía que el presidente de la República nos felicitaba por el ejemplo que éramos en los estadios, tan comúnmente violentos por la polarización natural del fútbol. Por lo anterior, y tras una reunión con el presidente de la FNF y el ministro de Paz y Hermandad, el Gobierno nos ofreció el ingreso oficial a cualquiera de los partidos de la liga profesional de fútbol al que quisiéramos asistir. Si aceptábamos la propuesta, el Gobierno se comprometía a donarnos incluso un autobús, con aire acondicionado y baño, para cumplir con nuestros viajes.
Por supuesto que aceptamos el trato. Así fue como se hizo posible que tuviéramos ese autobús negro y blanco, con franjas amarillas y rojas a los costados, que nos trasladó a los principales encuentros del torneo nacional, donde los árbitros presentes corrían y decidían con la mayor presión posible sobre sus cabezas. Cuando el destino estaba decidido y tomábamos camino, desplegábamos nuestras banderas negras por cada ventana del autobús y cantábamos a coro Somos de la Hinchada Negra y Hola, réferi, caballero del honor. El resumen de una felicidad demasiado infantil, podrán decir algunos. Sin embargo, y por más razón que tengan quienes lo digan, es una felicidad; y sólo por eso valió la pena.
Existe una gran verdad en el mundo del fútbol: el árbitro nunca pierde. Su brazo apuntando hacia al cielo al tiempo que hace sonar su silbato por última vez en el juego es el gesto en bronce de la victoria eterna. Y ese gesto fue el nuestro por casi un año, porque no hubo un solo domingo sin que nosotros, “los seguidores de la observación y penalización de la ley”, no estuviéramos en el estadio, aplaudiendo y celebrando cada decisión de los jueces.
Sobre las graderías de occidente nos convertíamos en un único cuerpo conformado por cantos, banderas, papel picado y pancartas enormes en las que estaban dibujados los rostros de Michael Lautrot, Hellmut Krug, Pierlugi Collina, Frank Ramón Turner y el mejor del mundo: Roberto Rosetti. Con toda esa carga de electricidad y fuerza de su lado, el gesto de agradecimiento inicial de los árbitros se convirtió en parte del silbatazo final. De la misma manera que en las corridas de toros los toreros agradecen con elegancia al público que los ovaciona, los árbitros, al finalizar el tiempo oficial de cada partido al que asistíamos, se acercaban a nuestra tribuna para aplaudirnos, e incluso, si el arbitraje había sido el más correcto posible, arrojaban sus silbatos a nuestras manos. Visto desde esta distancia tan grande, me atrevo a decir que nosotros, La Hinchada Negra, hubiéramos sido la barra más grande del mundo, porque continuaríamos animando al réferi hasta que Dios nos diera fuerza, y después de nosotros continuarían otros seguidores del orden, dispuestos a dar sus domingos por acompañar a uno de sus representantes. Estoy seguro de que ese hubiera sido nuestro destino, el de ser el mejor poema no escrito al fútbol, pero quienes nos odiaban se aprovecharon del primer mal ejemplo de uno de los nuestros para borrarnos.
Fue nuestra primera y última final. Llegamos al estadio de San Bartolomé, protegidos por un cordón policial nunca antes visto. El estadio estaba rodeado de una mancha humana en la que apenas se podían diferenciar los colores azul y rojo de los equipos. En la mitad de ambos bandos, la policía permanecía de pie en una sola fila, mirando con firmeza a los rivales que no dejaban de gritarse mutuamente. Sin importar el color de la camiseta, las barras estaban conformadas por hombres rollizos, con caras salpicadas de cicatrices por culpa del acné y los golpes. Era como si todos ellos levantaran los puños al cielo en una amenaza constante desde la cuna. Debimos sospechar lo que sucedería. La policía, a pesar del tamaño de sus hombres, sentados sobre caballos de por sí gigantes, se veía inquieta, como si tuvieran miedo en lugar de fuerza.
Nuestra gradería estaba protegida de igual manera por policías que hacían un muro entre las dos hinchadas contrarias y nosotros. Tratamos de mantener la calma, porque era la primera vez que nos enviaban seguridad de esta manera, como si todo el mundo, salvo nosotros, supiera que iba a pasar algo terrible. Fue el Pelón Márquez el primero en aceptar que no podía del miedo –realmente dijo otras palabras más escatológicas, pero por respeto a ustedes no las digo–. Miré gradas arriba, hacia donde los demás compañeros ubicaban las banderas y las pancartas con nuestros ídolos. Allí, y a tan solo unos metros de donde ellos estaban, la policía controlaba con dificultad una embestida de las barras contrarias. Para darnos ánimo, nos dijimos que la policía podría cumplir con la labor asignada de protegernos. Estábamos equivocados, pero eso es algo que no podíamos sospechar en ese instante.
La verdadera razón para la presencia de la policía no fuimos nosotros, sino el presidente de la Federación Nacional de Fútbol y el ministro de Paz y Hermandad, quienes nos esperaban en el estadio por el cierre de la liga y, por ende, de la campaña iniciada con nosotros como excusa. Estaban impecablemente vestidos, como si fueran al banco y no a un estadio de fútbol. Sobre sus cabezas lucían, de manera deshonrosa para el Club, las gorras oficiales de La Hinchada Negra. Nos tomamos una sola foto, que a la mañana siguiente saldría publicada en los periódicos del país. “Los hinchas de la justicia y la paz” se iba a titular el artículo. Eso me lo confesó el mismo ministro, mientras sujetaba mis manos al despedirse. Sin embargo, ya sabemos cómo se publicó esa foto. Una vergüenza, especialmente si consideramos que todo lo que dijeron allí no fue más que mentiras. Hoy, cuando miro la foto, me encuentro sin problema porque recuerdo dónde estaba ubicado específicamente. No sucede lo mismo con el resto del grupo ya que los rostros se han ido degradando por mi culpa, porque no pasa un día sin que busque el recuerdo con mis dedos, y es allí donde se queda se queda la tinta del periódico.
Junto con el flash de la cámara, el periodista, el presidente de la FNF, el ministro y su anillo de seguridad desaparecieron de las gradas sin siquiera esperar el pitazo inicial. Nos dejaron abandonados, al cuidado de unos cuantos policías que parecían todavía niños, armados estos apenas con unos escudos y bastones de mando. Intentamos cantar para animarnos a nosotros mismos, pero el ruido del resto de las barras era tan fuerte, que nuestra intención fue humillada y silenciada de inmediato.
—Nuestro único seguro es el árbitro —dijo el Pata, mientras veíamos al estadio arder en fuegos rojos y azules que se disparaban mutuamente las barras de los equipos.
—Esto es el infierno —dijo el Pelón Márquez, completamente atemorizado ante lo que veía.
—No estamos preparados para esto —dijeron al tiempo la Oruga y el Corroncho. Yo, que estaba junto a ellos, supe que no lo decían por nosotros, sino por los policías que estaban frente a las graderías, claramente inferiores para el mar de violencia que estaba a punto de desbordarse.
—¡No se preocupen, muchachos, la guerra es entre ellos! —gritó el Equilibrado, en un último intento por mantener la calma.
Primero aparecieron los equipos, recibidos ambos por bengalas y explosiones de fuegos artificiales. Los aficionados gritaban con una fuerza aún mayor de la que esperábamos oír, como si todo lo anterior no hubiera sido otra cosa que una práctica en voz baja. El árbitro, a pesar de los silbidos e insultos del público, caminó con paso firme hacia el centro del campo y saludó a los jugadores de ambos equipos. Esa confianza nos animó también a nosotros.
—¡Vamos, muchachos, es nuestro turno! —grité, con el fin de contagiar al grupo.
—¡Que se den cuenta de qué parte estamos! —gritó en respuesta el Equilibrado, y ahí mismo empezamos de nuevo a cantar, esta vez con una fuerza esperanzadora para nosotros, el Vamos, juez, tus tarjetas son de oro, porque son la ley. Era como para detener el tiempo. Lo juro, estoy que lloro con sólo recordarlo, porque por unos minutos fuimos superiores al infierno que nos rodeaba. Y lloraría de felicidad, lo juro, de no ser porque también recuerdo lo que ocurrió después.
No existe el juez perfecto, el justo total. Todos se equivocan, tienen ese derecho; pero en este caso lo que sucedió fue la violación absoluta de las leyes del fútbol. El primer penalti se sancionó a los tres minutos de iniciado el juego, y sobra decir que no hubo falta alguna. El delantero se había tropezado con sus propios pies, sin un defensa a menos de un metro de distancia. Fue el primer gol del partido. Fue el primer error del juez antes de que finalizaran los primeros cuarenta y cinco minutos, que fueron alargados de manera absurda por casi diez minutos más. El réferi había anulado un gol sin razón aparente, expulsado a tres jugadores y sancionado con tarjeta amarilla a otros siete jugadores más. Los jueces de línea, por su parte, movían sus banderas para llamar la atención del central, pero este los ignoró hasta tal punto, que ellos dejaron de correr para certificar la legalidad de las jugadas. Se podía sentir cómo las miradas de los jugadores, del equipo técnico y en general del estadio entero, incluidos nosotros, se posaron sobre el juez central cuando, decretado el entretiempo, tomó el balón y caminó con él bajo el brazo hasta el túnel de los camerinos. Ninguno de los insultos que se profirió en ese largo andar tuvo un destinatario diferente a él. Imagínenlo un segundo: un estadio de fútbol a reventar insultándote al unísono solo a ti. Tan pronto el árbitro se escondió, ese insulto se trasladó hacia nosotros, quienes, en silencio absoluto, porque no había forma de defender lo sucedido, resistimos las amenazas, escupitajos y primeros ataques con botellas y piedras. El segundo tiempo se anunciaba así para nosotros como la culminación de la catástrofe. Lo único que podría habernos salvado hubiera sido el cambio oportuno del réferi, pero al salir la terna arbitral al campo, él continuaba allí, al frente del grupo con el balón en su poder.
No hay mucho por contar del segundo tiempo. Antes de que el balón se acercara a cualquiera de las áreas, el árbitro hizo sonar su silbato castigando una falta por completo inexistente. Nadie entendió a favor de quién fue la sanción, especialmente porque mostró la tarjeta roja sin identificar al culpable. Los jugadores no soportaron más lo que sucedía. Ninguno fue por el balón. En su lugar, y como si siempre hubiesen sido del mismo bando, se arrojaron todos ellos sobre el árbitro. La policía intentó protegerlo; sin embargo, fue imposible, porque desde las graderías la masa humana que era el público se arrojó al campo también. Por fortuna los jueces de línea lograron escapar a tiempo por entre los camerinos, cosa que no pudo hacer el juez central. Alcancé a ver algunos golpes de parte de los jugadores. También pude ver con claridad cuando escapó por entre las piernas que lo atacaban. Alcanzó a vislumbrar la cerca policial que, haciendo defensa con sus escudos, le abría paso hacia el túnel de los camerinos. Unos cuantos pasos más y lo hubiera logrado. Unos pocos metros que no alcanzó a recorrer, porque una mano a su espalda lo tomó del cuello de la camisa y lo arrojó al piso. Desde la gramilla levantó la mano al aire para detener un golpe. Parecía que sancionaba su última tarjeta del partido. Una tarjeta además insuficiente, porque los golpes llegaron al tiempo desde todos los costados.
No pudimos sobrevivir a ese partido. La Federación Nacional de Fútbol nos acusó de la muerte del árbitro, afirmando que su comportamiento, por completo ilógico, se debía estrictamente a nuestra barra. El Gobierno, por su parte, nos prohibió el ingreso a los estadios. Fue un castigo que aceptamos por respeto a nuestros propios principios. Lo hicimos aun sabiendo que al hacerlo firmábamos también nuestro propio fin. El autobús fue confiscado, y al año siguiente vimos con horror cómo los árbitros del mundo salieron al campo de juego vestidos de colores, como si la ley se permitiera un color diferente al del luto.
A veces, cuando enciendo el televisor y encuentro un partido de fútbol, los recuerdos que se vienen a mi mente son los de esa noche. Sé que me culpo a mí mismo por no haber sido capaz de enfrentar lo que sucedió. Fuimos unos cobardes porque lo único que pudimos hacer esa noche fue arrojar nuestras banderas y trapos al piso para escapar. Lo abandonamos todo, cada bandera y camiseta que nos identificaba como si no fueran otra cosa que pedazos de vida sin importancia. Hicimos lo mismo con los retratos de los árbitros, que arrojamos a la primera hoguera que encontramos en las graderías. Así fue como nosotros, “Los seguidores de la ley”, escapamos del estadio de la misma forma que lo hacen las cucarachas cuando se enciende la luz de la cocina.
Dejá que me patine un homenaje.
Ya que sos el gran héroe de las canchas,
es justo que te cante”.
Iván Díez
En los buenos tiempos, cuando cantábamos el himno de la barra en los estadios del país, el Pata Martínez solía contar que me invitó al grupo porque no intenté sobornarlo. Él era agente de tránsito y mi carro tenía las direccionales rotas. En lugar de multarme, cosa que le solicité, me preguntó si me gustaba el fútbol y yo le dije la verdad:
—Lo siento, pero es un deporte que me aburre.
—No importa. Le perdono la multa, siempre que prometa ir a una reunión de fútbol que tengo con unos amigos. Y no se preocupe, que no le vamos a ningún equipo.
Yo prometí que iría y él escribió la dirección en un papel que luego guardé en la guantera del carro. Juro que no lo iba hacer. Eso de acercarme a una reunión de fanáticos de un deporte que ni siquiera me gusta es algo que preferiría evitar, así incluso tuviera que faltar a mi palabra, pero esa afirmación de que no apoyaban ningún equipo me rondó tanto que decidí cumplir con lo prometido. Cuando llegué al lugar que indicaba el papel, encontré una colina cuya cima era una deficiente cancha de arena. En el lugar en el que debería estar marcada la mitad del campo, había un grupo de hombres lo suficientemente numeroso como para asemejar un salón de clase.
La primera vez que fuimos juntos al estadio lo hicimos con las banderas recién bordadas y los cánticos ensayados hasta el límite. Esa tarde el partido quedó en empate a dos goles. El árbitro mostró tres tarjetas amarillas y una roja, y sentenció dos penaltis, uno a favor de cada equipo. Dos horas antes, cuando nos sentamos en la gradería de occidente, nadie preguntó por nosotros. Cuando se decretó el primer penalti, la hinchada local supuso que éramos del equipo contrario porque lo celebramos con gritos y abrazos. Así lo creyeron hasta que el árbitro pitó el segundo penalti, esta vez a favor de ellos. Ese fue el momento en el que las fanaticadas enmudecieron. El partido llevaba sesenta minutos, y sólo hasta ese instante pudimos gritar nuestros cánticos con la fuerza suficiente como para ser oídos en el campo de juego. No éramos muchos, pero nuestros gritos fueron tan fuertes que detuvimos a los jugadores de ambos equipos y al árbitro, quien, acostumbrado al insulto, se sorprendió de un público que lo ovacionaba.
Rápidamente aprendieron a reconocernos. Mucho antes del pitazo inicial, cuando los estadios empezaban a llenarse con los hinchas más fieles de los equipos en disputa, llegábamos también nosotros. En esos días apenas nos consideraban con miradas de incomprensión y de lástima, como si fuéramos una clase de idiotas con permiso especial para entrar a los estadios. Sin embargo, cuando finalizaba cada encuentro, esos mismos hinchas que se burlaron de nosotros dejaban de insultarse entre ellos, para unirse en una sola injuria en contra nuestra. Nos gritaban sapos e hijos de malas madres (la verdadera palabra, por supuesto, no puedo decirla aquí). Nosotros, intactos y hasta orgullosos, sorteábamos los insultos con nuestros propios cantos y nuestra bandera. Sí, esa gran bandera que midió quince metros de largo por seis de ancho, absolutamente negra, salvo por el balón de fútbol, hecho en blanco. Y en el centro del balón, en el parche principal, la silueta también blanca de un silbato declarando el bando al que pertenecíamos. Esa primera bandera la diseñó el Pata Martínez, y la confeccionó su esposa, quien también se encargó de hacer el resto de las banderas que llevamos al estadio por el tiempo que existió el club.
La Hinchada Negra, así fue como nos conoció el mundo. Las razones para ese nombre fueron demasiado prácticas. La más obvia, por supuesto, el uniforme de los árbitros, que en esos tiempos era invariablemente negro. No obstante, existe una segunda razón, la principal, debería decir; resulta que fuera del estadio, cuando cada uno anda por su cuenta en la vida, sin la compañía de nadie del grupo, el color del luto igual aparecía para acompañarnos. Era como si esa sombra absoluta nos representara a todos nosotros, incluida a la terna arbitral de cada partido del mundo, en un gremio de profesionales de la observación y penalización de la ley. “El Pata”, como ya debí haberles dicho, era policía de tránsito; Daniel “el Corroncho” Ortiz y Pablo “la Oruga” Lozano pertenecían a la Policía Distrital; Javier “el Pelón” Márquez era profesor de gramática en la universidad, y Fernando “el Equilibrado” Ferreira, juez de la República. Los menciono a ellos como ejemplos, porque fueron los primeros de la barra, “los fundadores”, como solían decir con orgullo. Pero especialmente porque para mí fueron los más cercanos, los mejores amigos que pude conocer en toda mi vida.
La idea se les ocurrió a la Oruga y al Corroncho mientras veían un partido de barrio desde su patrulla de policía. Del marcador no tenían idea. Eso no les importó mucho; de igual modo, la radio de la patrulla permanecía tranquila para ellos; por tanto, podían seguir allí como observadores de lujo de un partido de barrio. El juego era bueno, de ida y vuelta, hasta que un jugador golpeó con intención a otro, lo cual desató una pelea incontrolable. Sin nadie más que pudiera controlar lo que sucedía, los dos bajaron del carro y se dirigieron a la cancha para detener la pelea. Una vez de regreso en la patrulla, los dos llegaron a la conclusión de que el problema no había sido el golpe inicial, sino la ausencia de un árbitro que lo penalizara.
—Así es, Ortiz, sin alguien que diga qué es falta y qué no, el fútbol se va al carajo. Bien mirado, el que pita en la cancha es igual a nosotros —y el Corroncho sonrió, antes de responder con la frase que sería el principio del club.
—Pues, mi hermano, entonces en el fútbol es al árbitro a quien tenemos que apoyar.
El siguiente en sumarse a la idea fue el Pata, quien de inmediato se puso a diseñar la bandera. Luego llegaron el Equilibrado y el Pelón, que se encargaron de escribir El manual del perfecto hincha negro, así como las canciones, y hasta un himno. Después de ellos fue que llegamos los demás.
Por ese primer año, y en un rango de cien kilómetros, asistimos a cualquier partido que contara con la presencia de un árbitro oficial. Con nuestros propios gastos y tiempo libre, anduvimos sobre la carretera en caravanas de carros sin más distintivo que nuestras banderas saliendo por las ventanillas. Una alegría pura que terminó el día en que la fama llegó a nuestra puerta.
Ocurrió durante el encuentro entre Transportadores Fútbol Club y Universitarios Unidos, por la Copa Departamental de Fútbol Amateur. Esa tarde, que recuerdo despejada y con un maravilloso olor a mazorca asada, nuestro árbitro terminó el partido con una brillante marca de cuatro fueras de lugar, veinticinco faltas, dos tarjetas amarillas y un jugador justamente expulsado. Celebramos y cantamos a los réferis, quienes a su vez se acercaron a nuestra tribuna y aplaudieron como gratificación a nuestro apoyo. Los de la prensa local que acudieron a seguir el encuentro se sorprendieron tanto con nosotros, que decidieron convertirnos en el motivo de la noticia, y el elegido para responder a las preguntas del reportero fue el Equilibrado Ferreira. Habló de la difícil tarea de los árbitros: el decidir en una milésima de segundo la legalidad de lo que sucede en el campo de juego. »Sin ellos, el fútbol sencillamente no existiría«. Así salieron sus palabras impresas en la primera página de los diarios locales.
A los pocos días de que saliéramos en los periódicos llegaron las cartas de apoyo. Las enviaron principalmente madres de árbitros, quienes agradecían el gesto de cariño hacia sus hijos, o también de aspirantes a réferis que temían demostrar frente a sus amigos que sus intereses no estaban en patear la pelota, sino en seguirla sin poder alcanzarla nunca. Por esto mismo, cuando recibimos el sobre con los matasellos de la Federación Nacional de Fútbol y el Ministerio de Paz y Hermandad, creímos inmediatamente que era una broma. Sin embargo, al abrir el sobre lo que encontramos fue un tesoro. La carta estaba firmada con un sello del Gobierno, y el mensaje decía que el presidente de la República nos felicitaba por el ejemplo que éramos en los estadios, tan comúnmente violentos por la polarización natural del fútbol. Por lo anterior, y tras una reunión con el presidente de la FNF y el ministro de Paz y Hermandad, el Gobierno nos ofreció el ingreso oficial a cualquiera de los partidos de la liga profesional de fútbol al que quisiéramos asistir. Si aceptábamos la propuesta, el Gobierno se comprometía a donarnos incluso un autobús, con aire acondicionado y baño, para cumplir con nuestros viajes.
Por supuesto que aceptamos el trato. Así fue como se hizo posible que tuviéramos ese autobús negro y blanco, con franjas amarillas y rojas a los costados, que nos trasladó a los principales encuentros del torneo nacional, donde los árbitros presentes corrían y decidían con la mayor presión posible sobre sus cabezas. Cuando el destino estaba decidido y tomábamos camino, desplegábamos nuestras banderas negras por cada ventana del autobús y cantábamos a coro Somos de la Hinchada Negra y Hola, réferi, caballero del honor. El resumen de una felicidad demasiado infantil, podrán decir algunos. Sin embargo, y por más razón que tengan quienes lo digan, es una felicidad; y sólo por eso valió la pena.
Existe una gran verdad en el mundo del fútbol: el árbitro nunca pierde. Su brazo apuntando hacia al cielo al tiempo que hace sonar su silbato por última vez en el juego es el gesto en bronce de la victoria eterna. Y ese gesto fue el nuestro por casi un año, porque no hubo un solo domingo sin que nosotros, “los seguidores de la observación y penalización de la ley”, no estuviéramos en el estadio, aplaudiendo y celebrando cada decisión de los jueces.
Sobre las graderías de occidente nos convertíamos en un único cuerpo conformado por cantos, banderas, papel picado y pancartas enormes en las que estaban dibujados los rostros de Michael Lautrot, Hellmut Krug, Pierlugi Collina, Frank Ramón Turner y el mejor del mundo: Roberto Rosetti. Con toda esa carga de electricidad y fuerza de su lado, el gesto de agradecimiento inicial de los árbitros se convirtió en parte del silbatazo final. De la misma manera que en las corridas de toros los toreros agradecen con elegancia al público que los ovaciona, los árbitros, al finalizar el tiempo oficial de cada partido al que asistíamos, se acercaban a nuestra tribuna para aplaudirnos, e incluso, si el arbitraje había sido el más correcto posible, arrojaban sus silbatos a nuestras manos. Visto desde esta distancia tan grande, me atrevo a decir que nosotros, La Hinchada Negra, hubiéramos sido la barra más grande del mundo, porque continuaríamos animando al réferi hasta que Dios nos diera fuerza, y después de nosotros continuarían otros seguidores del orden, dispuestos a dar sus domingos por acompañar a uno de sus representantes. Estoy seguro de que ese hubiera sido nuestro destino, el de ser el mejor poema no escrito al fútbol, pero quienes nos odiaban se aprovecharon del primer mal ejemplo de uno de los nuestros para borrarnos.
Fue nuestra primera y última final. Llegamos al estadio de San Bartolomé, protegidos por un cordón policial nunca antes visto. El estadio estaba rodeado de una mancha humana en la que apenas se podían diferenciar los colores azul y rojo de los equipos. En la mitad de ambos bandos, la policía permanecía de pie en una sola fila, mirando con firmeza a los rivales que no dejaban de gritarse mutuamente. Sin importar el color de la camiseta, las barras estaban conformadas por hombres rollizos, con caras salpicadas de cicatrices por culpa del acné y los golpes. Era como si todos ellos levantaran los puños al cielo en una amenaza constante desde la cuna. Debimos sospechar lo que sucedería. La policía, a pesar del tamaño de sus hombres, sentados sobre caballos de por sí gigantes, se veía inquieta, como si tuvieran miedo en lugar de fuerza.
Nuestra gradería estaba protegida de igual manera por policías que hacían un muro entre las dos hinchadas contrarias y nosotros. Tratamos de mantener la calma, porque era la primera vez que nos enviaban seguridad de esta manera, como si todo el mundo, salvo nosotros, supiera que iba a pasar algo terrible. Fue el Pelón Márquez el primero en aceptar que no podía del miedo –realmente dijo otras palabras más escatológicas, pero por respeto a ustedes no las digo–. Miré gradas arriba, hacia donde los demás compañeros ubicaban las banderas y las pancartas con nuestros ídolos. Allí, y a tan solo unos metros de donde ellos estaban, la policía controlaba con dificultad una embestida de las barras contrarias. Para darnos ánimo, nos dijimos que la policía podría cumplir con la labor asignada de protegernos. Estábamos equivocados, pero eso es algo que no podíamos sospechar en ese instante.
La verdadera razón para la presencia de la policía no fuimos nosotros, sino el presidente de la Federación Nacional de Fútbol y el ministro de Paz y Hermandad, quienes nos esperaban en el estadio por el cierre de la liga y, por ende, de la campaña iniciada con nosotros como excusa. Estaban impecablemente vestidos, como si fueran al banco y no a un estadio de fútbol. Sobre sus cabezas lucían, de manera deshonrosa para el Club, las gorras oficiales de La Hinchada Negra. Nos tomamos una sola foto, que a la mañana siguiente saldría publicada en los periódicos del país. “Los hinchas de la justicia y la paz” se iba a titular el artículo. Eso me lo confesó el mismo ministro, mientras sujetaba mis manos al despedirse. Sin embargo, ya sabemos cómo se publicó esa foto. Una vergüenza, especialmente si consideramos que todo lo que dijeron allí no fue más que mentiras. Hoy, cuando miro la foto, me encuentro sin problema porque recuerdo dónde estaba ubicado específicamente. No sucede lo mismo con el resto del grupo ya que los rostros se han ido degradando por mi culpa, porque no pasa un día sin que busque el recuerdo con mis dedos, y es allí donde se queda se queda la tinta del periódico.
Junto con el flash de la cámara, el periodista, el presidente de la FNF, el ministro y su anillo de seguridad desaparecieron de las gradas sin siquiera esperar el pitazo inicial. Nos dejaron abandonados, al cuidado de unos cuantos policías que parecían todavía niños, armados estos apenas con unos escudos y bastones de mando. Intentamos cantar para animarnos a nosotros mismos, pero el ruido del resto de las barras era tan fuerte, que nuestra intención fue humillada y silenciada de inmediato.
—Nuestro único seguro es el árbitro —dijo el Pata, mientras veíamos al estadio arder en fuegos rojos y azules que se disparaban mutuamente las barras de los equipos.
—Esto es el infierno —dijo el Pelón Márquez, completamente atemorizado ante lo que veía.
—No estamos preparados para esto —dijeron al tiempo la Oruga y el Corroncho. Yo, que estaba junto a ellos, supe que no lo decían por nosotros, sino por los policías que estaban frente a las graderías, claramente inferiores para el mar de violencia que estaba a punto de desbordarse.
—¡No se preocupen, muchachos, la guerra es entre ellos! —gritó el Equilibrado, en un último intento por mantener la calma.
Primero aparecieron los equipos, recibidos ambos por bengalas y explosiones de fuegos artificiales. Los aficionados gritaban con una fuerza aún mayor de la que esperábamos oír, como si todo lo anterior no hubiera sido otra cosa que una práctica en voz baja. El árbitro, a pesar de los silbidos e insultos del público, caminó con paso firme hacia el centro del campo y saludó a los jugadores de ambos equipos. Esa confianza nos animó también a nosotros.
—¡Vamos, muchachos, es nuestro turno! —grité, con el fin de contagiar al grupo.
—¡Que se den cuenta de qué parte estamos! —gritó en respuesta el Equilibrado, y ahí mismo empezamos de nuevo a cantar, esta vez con una fuerza esperanzadora para nosotros, el Vamos, juez, tus tarjetas son de oro, porque son la ley. Era como para detener el tiempo. Lo juro, estoy que lloro con sólo recordarlo, porque por unos minutos fuimos superiores al infierno que nos rodeaba. Y lloraría de felicidad, lo juro, de no ser porque también recuerdo lo que ocurrió después.
No existe el juez perfecto, el justo total. Todos se equivocan, tienen ese derecho; pero en este caso lo que sucedió fue la violación absoluta de las leyes del fútbol. El primer penalti se sancionó a los tres minutos de iniciado el juego, y sobra decir que no hubo falta alguna. El delantero se había tropezado con sus propios pies, sin un defensa a menos de un metro de distancia. Fue el primer gol del partido. Fue el primer error del juez antes de que finalizaran los primeros cuarenta y cinco minutos, que fueron alargados de manera absurda por casi diez minutos más. El réferi había anulado un gol sin razón aparente, expulsado a tres jugadores y sancionado con tarjeta amarilla a otros siete jugadores más. Los jueces de línea, por su parte, movían sus banderas para llamar la atención del central, pero este los ignoró hasta tal punto, que ellos dejaron de correr para certificar la legalidad de las jugadas. Se podía sentir cómo las miradas de los jugadores, del equipo técnico y en general del estadio entero, incluidos nosotros, se posaron sobre el juez central cuando, decretado el entretiempo, tomó el balón y caminó con él bajo el brazo hasta el túnel de los camerinos. Ninguno de los insultos que se profirió en ese largo andar tuvo un destinatario diferente a él. Imagínenlo un segundo: un estadio de fútbol a reventar insultándote al unísono solo a ti. Tan pronto el árbitro se escondió, ese insulto se trasladó hacia nosotros, quienes, en silencio absoluto, porque no había forma de defender lo sucedido, resistimos las amenazas, escupitajos y primeros ataques con botellas y piedras. El segundo tiempo se anunciaba así para nosotros como la culminación de la catástrofe. Lo único que podría habernos salvado hubiera sido el cambio oportuno del réferi, pero al salir la terna arbitral al campo, él continuaba allí, al frente del grupo con el balón en su poder.
No hay mucho por contar del segundo tiempo. Antes de que el balón se acercara a cualquiera de las áreas, el árbitro hizo sonar su silbato castigando una falta por completo inexistente. Nadie entendió a favor de quién fue la sanción, especialmente porque mostró la tarjeta roja sin identificar al culpable. Los jugadores no soportaron más lo que sucedía. Ninguno fue por el balón. En su lugar, y como si siempre hubiesen sido del mismo bando, se arrojaron todos ellos sobre el árbitro. La policía intentó protegerlo; sin embargo, fue imposible, porque desde las graderías la masa humana que era el público se arrojó al campo también. Por fortuna los jueces de línea lograron escapar a tiempo por entre los camerinos, cosa que no pudo hacer el juez central. Alcancé a ver algunos golpes de parte de los jugadores. También pude ver con claridad cuando escapó por entre las piernas que lo atacaban. Alcanzó a vislumbrar la cerca policial que, haciendo defensa con sus escudos, le abría paso hacia el túnel de los camerinos. Unos cuantos pasos más y lo hubiera logrado. Unos pocos metros que no alcanzó a recorrer, porque una mano a su espalda lo tomó del cuello de la camisa y lo arrojó al piso. Desde la gramilla levantó la mano al aire para detener un golpe. Parecía que sancionaba su última tarjeta del partido. Una tarjeta además insuficiente, porque los golpes llegaron al tiempo desde todos los costados.
No pudimos sobrevivir a ese partido. La Federación Nacional de Fútbol nos acusó de la muerte del árbitro, afirmando que su comportamiento, por completo ilógico, se debía estrictamente a nuestra barra. El Gobierno, por su parte, nos prohibió el ingreso a los estadios. Fue un castigo que aceptamos por respeto a nuestros propios principios. Lo hicimos aun sabiendo que al hacerlo firmábamos también nuestro propio fin. El autobús fue confiscado, y al año siguiente vimos con horror cómo los árbitros del mundo salieron al campo de juego vestidos de colores, como si la ley se permitiera un color diferente al del luto.
A veces, cuando enciendo el televisor y encuentro un partido de fútbol, los recuerdos que se vienen a mi mente son los de esa noche. Sé que me culpo a mí mismo por no haber sido capaz de enfrentar lo que sucedió. Fuimos unos cobardes porque lo único que pudimos hacer esa noche fue arrojar nuestras banderas y trapos al piso para escapar. Lo abandonamos todo, cada bandera y camiseta que nos identificaba como si no fueran otra cosa que pedazos de vida sin importancia. Hicimos lo mismo con los retratos de los árbitros, que arrojamos a la primera hoguera que encontramos en las graderías. Así fue como nosotros, “Los seguidores de la ley”, escapamos del estadio de la misma forma que lo hacen las cucarachas cuando se enciende la luz de la cocina.
EL ÚLTIMO VERANO
Después de dispararse en la cabeza, Ernest Hemingway se quitó su bata, salpicada de sangre y sesos, y lavó su rostro como quien sale de casa por una compra urgente. Una vez limpio de sangre, cruzó el país hasta Cayo Hueso, al sur de Florida, donde se escondió en un hotel, bajo la promesa de dedicarse exclusivamente a escribir, cosa que cumplió desde el primer minuto en que entró a su habitación. Para él fue como regresar a París, cuando era pobre y creía en el sueño de ser escritor. Entonces la fórmula volvió a funcionar, porque una vez aislado del mundo, fue capaz de crear cualquier historia que se propusiera. Fue tal el entusiasmo, que por casi medio siglo el espacio de una habitación con vista al mar fue ocupado estrictamente por una energía idéntica a la que debieron expulsar los dioses al crear al mundo. El escritorio, la biblioteca con sus escasos libros, las paredes y los muebles que había dentro fueron los testigos silenciosos del ruido que hacía su Underwood portátil al contacto con sus dedos. Por lo anterior, se podría decir que después de muerto Ernest Hemingway fue víctima de la felicidad absoluta, porque el sonido de su escritura se hizo constante, como son constantes los latidos de un corazón.
Por desgracia, todos los corazones se detienen. Esa es una ley imposible de omitir, como el lugar común de la ley de Newton. Eso mismo, fue lo que volvió a sucederle a Hemingway una tarde en que se sentó frente a la ventana de su habitación. El rojo del fin del día golpeaba con gracia el mar y los manglares en el interior de la costa. Era un cuadro tan sencillo y bucólico, que era imposible negarse una descripción rápida e ingenua, digna incluso de un poeta joven. Entonces trató, pero no pudo hilar ninguna imagen con las palabras que tenía en su memoria. Después de varios minutos en blanco, lo intentó con el sabor del mar, pero fracasó también con ese ejercicio de principiante. Se sintió extraño, como si hubiera olvidado su propio nombre. Se sentó en su escritorio y, en un último intento, tomó una hoja y en ella trató de describir el sabor del agua. Estuvo mirando la hoja por horas y días, sin que nada pudiera salir de su mente. «Ya no viene», dijo antes de esconder su rostro entre sus enormes manos.
Fue una repetición de su último año de vida, incluso en las palabras que usó para reconocer su bloqueo: Entonces empezó a ver al mar con una tristeza nueva, como de primer amor incumplido. Hasta ese instante la muerte fue el leitmotiv perfecto de su obra. Por eso mismo, tan pronto dejó de funcionar empezó a buscar una alternativa. Fueron las primeras horas de muerto que Hemingway pasó en algo diferente a la planeación de una trama. Después de meditarlo lo suficiente, llegó a la conclusión de que si antes el aislamiento y la soledad habían propiciado su proceso creativo, en esta ocasión lo que necesitaba era todo lo contrario. Salió de su habitación, teniendo como rumbo cualquiera de los lugares que frecuentó en vida. Quería volver a oír los ruidos de la calle y las charlas ajenas en los bares y restaurantes, así como sentir nuevamente el tacto de la arena y el mar al caminar por la playa. Al cerrar la puerta de la habitación, incluso llegó a pensar que con algo de suerte podría encontrar alguien con quien hablar, preferiblemente otro muerto.
Una vez en la calle, el ímpetu que se había apoderado de él se desvaneció. Fuera del hotel, sus pasos se convirtieron en una señal de duda y miedo, fáciles de reconocer por el compás lento entre un pie y el otro. Era tan lamentable verlo, que podría decirse incluso que era mucho más viejo que en 1961, lo que comprobaba que los fantasmas también envejecen. Lo más difícil para él fue caminar por una Key West que poco se asemejaba a la que había conocido. Para completar, el calor era insoportable. El sol caía sobre todas las cosas, y por más que Hemingway trató de encontrar refugio, no halló ninguno que le fuera familiar. La isla que creía recordar se había difuminado en nuevas direcciones y edificios que ignoraba por completo. Esto lo asustó tanto, que no pudo hacer otra cosa que levantar sus brazos, en espera de ayuda. Y la ayuda llegó con un taxi que estacionó a su lado.
—A Sloppy Joe’s Bar —ordenó, una vez en su interior.
Los ojos del conductor espiaron cada tanto por el espejo retrovisor la enorme figura que era su cliente. Hemingway, por su parte, no dejó de mirar nunca hacia la calle. Lo hacía con una sorpresa casi infantil, dejando marcado por sus ojos azules todo lo que veía en el camino. Rápidamente el conductor se aburrió de él y dejó de espiarlo. Giró el volante unas cuantas veces más, y en una recta aceleró hasta llegar al lugar que buscaba.
Sloppy Joe’s Bar es el mejor lugar del mundo para volver a los viejos tiempos, creyó Hemingway cuando el taxi se detuvo. Eso parecía posible porque la fachada del bar eran los mismos muros blancos, con su nombre marcado en letras gruesas en la parte superior, y en la esquina, como invencible, la palmera en la que orinaba cada vez que iba y encontraba las puertas cerradas. Volvió a echar un vistazo al edificio y por unos segundos volvió a sentir felicidad en su interior.
Pero si el exterior fue una bocanada de vida, el interior fue más bien un golpe contundente en la boca del estómago. Entre las mesas y esquinas del Sloppy Joe’s Bar, decenas de viejos con rostros idénticos hablaban entre sí, todos ellos formando cardúmenes de cuerpos robustos, con barbas canosas y trajes de cazadores africanos y pescadores de Wyoming. Caminó entre ellos con la precaución del soldado que camina por sobre un campo minado. Los miró de perfil, y después de analizarlos con detalle, comprendió que estaban disfrazados a su imagen y semejanza. Necesitaba un trago urgente para sobrevivir a lo que veía. No podía seguir en esa extraña pesadilla de espejos así, sin una gota de alcohol, por lo que no lo pensó dos veces para dirigir sus pasos hacia donde recordaba que estaba la barra. Allí encontró la madera de la mesa, limpia y libre en el pasado, cubierta ahora por vasos de colores y rastros de serpentinas y confeti, cosas que le hacían pensar en una fiesta infantil antes que en un bar.
Primero pensó en el infierno, porque eso era precisamente lo que parecía. Sin embargo, recordó los años que pasó en completa armonía, y llegó a la conclusión de que debía de ser víctima de un karma que lo esperó con paciencia. Era como si con cada movimiento que hacía surgiera algo nuevo de que lamentarse, cosa que se repitió de manera efectiva tan pronto pidió de beber. Mientras el barman servía un trago doble de whisky, Hemingway pasó la mirada por los muros internos del bar, como quien quiere de esta forma confirmar el fin de su mundo; sin embargo, lo que encontró fue la continuidad morbosa de un pasado que despreciaba y que incluso en ese instante deseaba borrar por completo. Carteles con el mensaje de "Feliz cumpleaños, Papá Hemingway”, junto con cientos de retratos fotográficos suyos, decoraban de manera vergonzosa los diferentes rincones del Sloppy Joe’s Bar. Fue un segundo golpe, en esta ocasión un directo contundente en su rostro, porque en efecto el que estaba allí, en cada cuadro colgado de las paredes, era él.
Estuvo a punto de huir como un buen cobarde, pero antes de que lo hiciera, apareció el barman con el vaso de whisky que había pedido, que sirvió con delicadeza especial frente a él. A Hemingway poco le importó el trato del barman hacia el vaso. Por su parte, lo que hizo fue tomar el trago con una desesperación imposible de negar. Lo hizo con los ojos cerrados, no para apreciar de mejor manera el sabor del licor, sino creyendo ingenuamente que después de pasar el trago podría abrirlos nuevamente para descubrir que todo lo visto antes habría desaparecido; pero no fue así. Con los ojos tristemente abiertos dejó el vaso sobre la barra y pidió otro trago doble. Nada cambió. El mal gusto en la decoración, sumado a los hombres viejos disfrazados del personaje que él mismo creó, seguían intactos y sonrientes, superiores a él, como sombras victoriosas e independientes del cuerpo que las origina.
—¿Por qué todo el mundo está disfrazado así? —preguntó al barman que lo atendía.
—Porque es la fiesta de Papá Hemingway.
—Eso lo entiendo, es su cumpleaños; pero ¿por qué se disfrazan como él?
—Porque al igual que tú, guapo, todos quieren ser Ernest Hemingway.
Quizá en lo único con lo que no guardaba similitud alguna con sus dobles era en su ropa: vestía de camisa azul, pantalón café y mocasines del mismo color. Si no fuera por su barba blanca y su rostro, tan idéntico a él a pesar de los años, podría decirse incluso que era un hombre viejo cualquiera, quizá uno de esos capaces de trabajar con facilidad en Navidad como Santa Claus. Fuera de eso, no había otra cosa que mencionar. Sin embargo, Ernest Hemingway fue tomado como otro aspirante a doble de Ernest Hemingway. Esto lo comprendió no solo con el comentario del barman, sino por un hombre de lentes oscuros que se acercó a él mientras bebía su tercer whisky de la noche.
—Escriba su nombre aquí, por favor —dijo el hombre, después de tomarlo por el hombro y señalarle un papel con una lista de firmas casi inentendibles.
Ahí los golpes dejaron de ser metáforas en su mente, para convertirse en insultos que podía palpar. Por esto mismo se defendió de la única manera que podía hacerlo en ese instante: tomó el esfero que le ofrecían, y en el lugar que le señalaban escribió su nombre completo con la furia y seguridad de quien comienza una novela. «Ernest Miller Hemingway», leyeron al tiempo el barman, el hombre de los lentes oscuros y Hemingway, quien no pudo evitar el demostrar una primera sonrisa de triunfo. Por desgracia, y sin importar siquiera la caligrafía que demostraba su autenticidad, el hombre de los lentes oscuros tachó su firma para pedir que en su lugar escribiera su nombre verdadero. Quiso levantarse de su silla con el único fin de golpearlo tal como lo hacía en sus mejores tiempos. Incluso sus manos alcanzaron a separarse del vaso de whisky, pero una extraña idea se apoderó de su mente antes de que sus puños se alzaran por completo: competería contra sus dobles y así les enseñaría a todos quién era realmente Ernest Hemingway. Entonces dejó la idea de la pelea y tomó el esfero para firmar como Francis H. Hudson. El hombre de los lentes corroboró el falso nombre escrito por Hemingway y le pegó en su pecho un adhesivo con el número 62 impreso en él.
Un juego de luces iluminó la tarima, mientras el locutor presentó en orden numérico a los participantes del Concurso Anual de Dobles de Papá Hemingway. El público, dueño de un entusiasmo inusitado, aplaudió como si los hombres sobre la tarima hubieran hecho algo de por sí excepcional, al permanecer de pie sin ayuda. Los aplausos lo sorprendieron de una mala manera, como una lluvia repentina en un paseo por el campo. La principal razón por las que decidió morir y esconderse fue para dejar atrás su fama de escritor. Era tan nociva su leyenda, que no existía en el mundo un editor que dudara en publicar lo que llevara su firma. No les importaba la calidad, eso ya lo había aprendido con la publicación de varios libros que lo avergonzaban como escritor. Por esta razón, al morir hizo la promesa de no firmar una sola de las páginas que escribiera, intentando con esto evitar ser un sinónimo de mediocridad y mercadeo. Fiel a esta premisa, miles de hojas que se acumularon a lo largo de los años fueron dejadas a su suerte en los rincones de su habitación de hotel. A veces, cuando el viento de la costa penetraba por entre las ventanas, las hojas se desprendían de sus montones originales, para planear de un lado a otro hasta caer finalmente en un desorden que parecía complacerlo de manera absoluta.
El estar sobre la tarima le permitió observar los rostros de las personas que no estaban disfrazadas como él. Era extraño, porque en un principio no encontró nada especial en ninguno de ellos; por el contrario, creyó que era cuestión de segundos para dejar de considerarlos con algún tipo de interés. En efecto esto habría sucedido, de no ser porque empezó a encontrar semejanzas entre las mujeres que estaban sentadas en las mesas del Sloppy Joe’s Bar y las mujeres que alguna vez amó en vida. Eran rasgos pequeños, como la dimensión de la nariz y de las cejas, o el movimiento de la boca al hablar, o de los ojos al mirar. Pequeños gestos que fueron suficientes para que el recuerdo del amor empezara a lastimarlo. Si hubiera sabido antes que la muerte estaba tan llena de ausencias, especialmente carnales, habría preferido seguir con su vida hasta que un manojo de enfermedades y una memoria rota lo hubieran vencido.
Sin importar lo que sucedía a su alrededor, Hemingway continuó recapitulando los rasgos del pasado, cosa que lo hizo ignorar al animador del concurso, quien se acercó porque era su turno para responder a las preguntas de la primera fase eliminatoria de la competencia. Por obra de esas casualidades que parecen ficciones diseñadas por otros escritores, la pregunta que le realizaron trató sobre sus esposas, específicamente sobre sus nombres en orden de matrimonio. Cuando finalmente comprendió la naturaleza de la pregunta que le hacían, la cual relacionó de manera mística con los rasgos de esos amores que veía repetidos en las mujeres del público, Hemingway pronunció entre lágrimas los nombres completos de Hadley, Pauline, Martha y Mary. El resultado de esta escena, la cual él mismo hubiera catalogado de patética, fue que las mujeres del público reaccionaron con un ensordecedor aplauso, que fue seguido de pañuelos blancos agitados tanto para limpiar sus propios rostros como para elogiar de forma contundente al participante número 62.
Impulsado por la fuerza de los recuerdos, Hemingway superó cada fase de eliminación sin problema alguno. A veces, cuando la pregunta que le hacían le traía de vuelta un pasado tormentoso que a su vez era desconocido por el mundo entero, optaba por la simple tarea de mentir. En vida fue un buen mentiroso. La gente creyó lo que él quería que creyeran, incluso sus mujeres, que lo veían como el reflejo de un hombre fuerte capaz de vencer al que fuera menos a sí mismo. Cuando murió, este defecto también dejó de existir. No tenía a nadie a quien mentir, solo le quedaba el tiempo extenso que se vive tras la muerte, acompañado por la soledad que tanto pedía en su juventud, cuando quería ser un escritor y lo era.
Recordar, mentir y tener una copa de licor a la mano: ese fue el tridente que Hemingway blandió en vida para escribir. Y curiosamente eso era lo que estaba haciendo sobre la tarima para vencer a sus dobles. Así fue como la mentira y las palabras volvieron, lo que significaba, por ende, que la ficción también regresaría. Por desgracia, esto fue algo borroso para él, porque los años transcurridos sin alcohol lo habían debilitado para los tragos que fue bebiendo a medida que superaba el concurso. El responsable de ese arribo constante de whisky fue el barman que lo atendió en un principio, quien sin mayor razón que la curiosidad y el amor a primera vista, se convirtió en ese seguidor dispuesto a hacer lo que estuviera a su alcance para hacerlo feliz. Algo que ignoró Hemingway, porque consideró que cada vaso que llegaba a sus manos era una consecuencia natural del avance que hacía en el concurso. Pequeñas victorias que, mezcladas con el alcohol, terminaron por quebrarlo por completo. Fue como volver a su peor momento del pasado, cuando después de pasar todo el día frente al escritorio, y ya de noche y completamente ebrio, optaba por insultar la hoja en blanco frente a sus ojos, así como los folios represados de historias sin final, el paquete de hojas vírgenes que lo esperaban sobre el escritorio y sus libros perfectamente ordenados en un estante de la biblioteca.
Con esa extraña lucidez que suele otorgar la resaca, Hemingway llegó a comprender sobre la tarima del Sloppy Joe’s Bar que no volvería a escribir. No importaba que los recuerdos y la capacidad de mentir hubieran vuelto. Sabía, porque había pasado por la vida y la muerte para comprenderlo, que, así como podría recuperarse del bloqueo frente a la hoja en blanco, inevitablemente esa sensación de fracaso volvería a él sin parar, cada vez con mayor fuerza. Abandonarlo de una vez por todas, esa parecía ser la conclusión de su mente ebria, pero lúcida. Fue en este instante cuando aparecieron entre el público, estratégicamente ocultos, los espectros del pasado. Primero fueron Scott y Zelda, quienes desde una mesa junto a la barra lo señalaban con una copa de champán en sus manos, y parecían sonreírle con cariño; luego fue Gertrude Stein, quien, sentada sola en una mesa al fondo del bar, lo miró con esos ojos de ella, a un tiempo llenos de rabia y comprensión; después fue su padre, quien lo saludó desde la puerta del baño, con una mano en forma de pistola, y finalmente aparecieron sus hijos. Fue gracias a ellos que comprendió el peso de las tardes idas en dolores de cabeza, vómitos, vacíos de memoria e intentos de escritura. Finalmente, ese paisaje de fantasmas y botella de licor se disolvió hasta convertirse en un solo remolino, el cual hiz que la tierra bajo sus pies se moviera igual al mar. Y en esas aguas comenzó a sumergirse.
Antes de convertirse en polvo, Hemingway tuvo un sueño. En él, navegaba por una costa de aguas por completo transparentes. El barco se desplazaba con delicadeza sobre el suave oleaje, mientras que en la popa varios cabos largos se hundían con sus anzuelos en el mar. Sentado a estribor, Hemingway lanzaba cada tanto al agua un cebo de carne sangrienta que se disolvía con rapidez en la sal del mar. A veces, cuando esto ocurre, aparecen tiburones en busca de los pargos que caen con el cebo. Sin embargo, en ese sueño no hubo tiburón alguno. En su lugar, hubo cientos de peces que caían en su trampa, y que él subía a bordo, haciendo uso de la fuerza de sus brazos.
Si alguien preguntara a cualquiera de los presentes lo que sucedió esa noche en el Concurso Anual de Dobles de Papá Hemingway, oiría como única historia algo imposible de creer. Incluyéndolo a él, tan solo quedaban tres concursantes en competencia. Vistos bajo los ojos de Hemingway, se podría decir que ellos eran los sobrevivientes de un escuadrón reducido por el enemigo hasta el límite mismo de la derrota. No hay manera de afirmar que, si el concurso hubiese llegado a su término, Hemingway hubiera ganado. Es posible que fuera así, porque el público, especialmente el femenino, le aplaudía a rabiar. No les importaba que no estuviera vestido como cazador africano o pescador profesional, o el hecho de que estuviera visiblemente ebrio. Todo lo contrario. Era el favorito de la mayoría precisamente por estar vestido de manera diferente a los dobles que esa noche estuvieron allí. Es probable que al verlo así se imaginaran a ellos mismos acompañando a un Ernest Hemingway más íntimo, casi como si pudieran verlo desayunar y leer la prensa. Por esta misma razón, al verlo caer desde la tarima se oyó un solo coro de gritos de auxilio.
Mientras Hemingway soñaba con un mar transparente, en Sloppy Joe’s Bar su cuerpo cayó al suelo haciendo la figura de una cruz. De manera inmediata fue rodeado por gente que quería ayudarlo, entre ellos el barman, quien se sentía culpable por haberle enviado sin parar vasos de whisky. Sin embargo, al estar sobre él, el miedo de lo inexplicable se apoderó de cada uno de ellos. Los que llegaron primero a su lado, para formar un círculo a su alrededor, y los que llegaron inmediatamente después, para formar así un segundo círculo de testigos, vieron con claridad la manera en que el cuerpo de carne y hueso de Hemingway se convirtió en un extraño montón de polvo. Primero asemejó una figura de yeso de sí mismo. Una copia casi pompeyana que duró intacta hasta que un miembro del jurado se acercó para tocarlo. Fue necesario únicamente ese contacto con otro cuerpo para que el suyo, casi idéntico por tantos años después de muerto, se convirtiera en un polvo dorado que flotó por el aire hasta desaparecer.
Por desgracia, todos los corazones se detienen. Esa es una ley imposible de omitir, como el lugar común de la ley de Newton. Eso mismo, fue lo que volvió a sucederle a Hemingway una tarde en que se sentó frente a la ventana de su habitación. El rojo del fin del día golpeaba con gracia el mar y los manglares en el interior de la costa. Era un cuadro tan sencillo y bucólico, que era imposible negarse una descripción rápida e ingenua, digna incluso de un poeta joven. Entonces trató, pero no pudo hilar ninguna imagen con las palabras que tenía en su memoria. Después de varios minutos en blanco, lo intentó con el sabor del mar, pero fracasó también con ese ejercicio de principiante. Se sintió extraño, como si hubiera olvidado su propio nombre. Se sentó en su escritorio y, en un último intento, tomó una hoja y en ella trató de describir el sabor del agua. Estuvo mirando la hoja por horas y días, sin que nada pudiera salir de su mente. «Ya no viene», dijo antes de esconder su rostro entre sus enormes manos.
Fue una repetición de su último año de vida, incluso en las palabras que usó para reconocer su bloqueo: Entonces empezó a ver al mar con una tristeza nueva, como de primer amor incumplido. Hasta ese instante la muerte fue el leitmotiv perfecto de su obra. Por eso mismo, tan pronto dejó de funcionar empezó a buscar una alternativa. Fueron las primeras horas de muerto que Hemingway pasó en algo diferente a la planeación de una trama. Después de meditarlo lo suficiente, llegó a la conclusión de que si antes el aislamiento y la soledad habían propiciado su proceso creativo, en esta ocasión lo que necesitaba era todo lo contrario. Salió de su habitación, teniendo como rumbo cualquiera de los lugares que frecuentó en vida. Quería volver a oír los ruidos de la calle y las charlas ajenas en los bares y restaurantes, así como sentir nuevamente el tacto de la arena y el mar al caminar por la playa. Al cerrar la puerta de la habitación, incluso llegó a pensar que con algo de suerte podría encontrar alguien con quien hablar, preferiblemente otro muerto.
Una vez en la calle, el ímpetu que se había apoderado de él se desvaneció. Fuera del hotel, sus pasos se convirtieron en una señal de duda y miedo, fáciles de reconocer por el compás lento entre un pie y el otro. Era tan lamentable verlo, que podría decirse incluso que era mucho más viejo que en 1961, lo que comprobaba que los fantasmas también envejecen. Lo más difícil para él fue caminar por una Key West que poco se asemejaba a la que había conocido. Para completar, el calor era insoportable. El sol caía sobre todas las cosas, y por más que Hemingway trató de encontrar refugio, no halló ninguno que le fuera familiar. La isla que creía recordar se había difuminado en nuevas direcciones y edificios que ignoraba por completo. Esto lo asustó tanto, que no pudo hacer otra cosa que levantar sus brazos, en espera de ayuda. Y la ayuda llegó con un taxi que estacionó a su lado.
—A Sloppy Joe’s Bar —ordenó, una vez en su interior.
Los ojos del conductor espiaron cada tanto por el espejo retrovisor la enorme figura que era su cliente. Hemingway, por su parte, no dejó de mirar nunca hacia la calle. Lo hacía con una sorpresa casi infantil, dejando marcado por sus ojos azules todo lo que veía en el camino. Rápidamente el conductor se aburrió de él y dejó de espiarlo. Giró el volante unas cuantas veces más, y en una recta aceleró hasta llegar al lugar que buscaba.
Sloppy Joe’s Bar es el mejor lugar del mundo para volver a los viejos tiempos, creyó Hemingway cuando el taxi se detuvo. Eso parecía posible porque la fachada del bar eran los mismos muros blancos, con su nombre marcado en letras gruesas en la parte superior, y en la esquina, como invencible, la palmera en la que orinaba cada vez que iba y encontraba las puertas cerradas. Volvió a echar un vistazo al edificio y por unos segundos volvió a sentir felicidad en su interior.
Pero si el exterior fue una bocanada de vida, el interior fue más bien un golpe contundente en la boca del estómago. Entre las mesas y esquinas del Sloppy Joe’s Bar, decenas de viejos con rostros idénticos hablaban entre sí, todos ellos formando cardúmenes de cuerpos robustos, con barbas canosas y trajes de cazadores africanos y pescadores de Wyoming. Caminó entre ellos con la precaución del soldado que camina por sobre un campo minado. Los miró de perfil, y después de analizarlos con detalle, comprendió que estaban disfrazados a su imagen y semejanza. Necesitaba un trago urgente para sobrevivir a lo que veía. No podía seguir en esa extraña pesadilla de espejos así, sin una gota de alcohol, por lo que no lo pensó dos veces para dirigir sus pasos hacia donde recordaba que estaba la barra. Allí encontró la madera de la mesa, limpia y libre en el pasado, cubierta ahora por vasos de colores y rastros de serpentinas y confeti, cosas que le hacían pensar en una fiesta infantil antes que en un bar.
Primero pensó en el infierno, porque eso era precisamente lo que parecía. Sin embargo, recordó los años que pasó en completa armonía, y llegó a la conclusión de que debía de ser víctima de un karma que lo esperó con paciencia. Era como si con cada movimiento que hacía surgiera algo nuevo de que lamentarse, cosa que se repitió de manera efectiva tan pronto pidió de beber. Mientras el barman servía un trago doble de whisky, Hemingway pasó la mirada por los muros internos del bar, como quien quiere de esta forma confirmar el fin de su mundo; sin embargo, lo que encontró fue la continuidad morbosa de un pasado que despreciaba y que incluso en ese instante deseaba borrar por completo. Carteles con el mensaje de "Feliz cumpleaños, Papá Hemingway”, junto con cientos de retratos fotográficos suyos, decoraban de manera vergonzosa los diferentes rincones del Sloppy Joe’s Bar. Fue un segundo golpe, en esta ocasión un directo contundente en su rostro, porque en efecto el que estaba allí, en cada cuadro colgado de las paredes, era él.
Estuvo a punto de huir como un buen cobarde, pero antes de que lo hiciera, apareció el barman con el vaso de whisky que había pedido, que sirvió con delicadeza especial frente a él. A Hemingway poco le importó el trato del barman hacia el vaso. Por su parte, lo que hizo fue tomar el trago con una desesperación imposible de negar. Lo hizo con los ojos cerrados, no para apreciar de mejor manera el sabor del licor, sino creyendo ingenuamente que después de pasar el trago podría abrirlos nuevamente para descubrir que todo lo visto antes habría desaparecido; pero no fue así. Con los ojos tristemente abiertos dejó el vaso sobre la barra y pidió otro trago doble. Nada cambió. El mal gusto en la decoración, sumado a los hombres viejos disfrazados del personaje que él mismo creó, seguían intactos y sonrientes, superiores a él, como sombras victoriosas e independientes del cuerpo que las origina.
—¿Por qué todo el mundo está disfrazado así? —preguntó al barman que lo atendía.
—Porque es la fiesta de Papá Hemingway.
—Eso lo entiendo, es su cumpleaños; pero ¿por qué se disfrazan como él?
—Porque al igual que tú, guapo, todos quieren ser Ernest Hemingway.
Quizá en lo único con lo que no guardaba similitud alguna con sus dobles era en su ropa: vestía de camisa azul, pantalón café y mocasines del mismo color. Si no fuera por su barba blanca y su rostro, tan idéntico a él a pesar de los años, podría decirse incluso que era un hombre viejo cualquiera, quizá uno de esos capaces de trabajar con facilidad en Navidad como Santa Claus. Fuera de eso, no había otra cosa que mencionar. Sin embargo, Ernest Hemingway fue tomado como otro aspirante a doble de Ernest Hemingway. Esto lo comprendió no solo con el comentario del barman, sino por un hombre de lentes oscuros que se acercó a él mientras bebía su tercer whisky de la noche.
—Escriba su nombre aquí, por favor —dijo el hombre, después de tomarlo por el hombro y señalarle un papel con una lista de firmas casi inentendibles.
Ahí los golpes dejaron de ser metáforas en su mente, para convertirse en insultos que podía palpar. Por esto mismo se defendió de la única manera que podía hacerlo en ese instante: tomó el esfero que le ofrecían, y en el lugar que le señalaban escribió su nombre completo con la furia y seguridad de quien comienza una novela. «Ernest Miller Hemingway», leyeron al tiempo el barman, el hombre de los lentes oscuros y Hemingway, quien no pudo evitar el demostrar una primera sonrisa de triunfo. Por desgracia, y sin importar siquiera la caligrafía que demostraba su autenticidad, el hombre de los lentes oscuros tachó su firma para pedir que en su lugar escribiera su nombre verdadero. Quiso levantarse de su silla con el único fin de golpearlo tal como lo hacía en sus mejores tiempos. Incluso sus manos alcanzaron a separarse del vaso de whisky, pero una extraña idea se apoderó de su mente antes de que sus puños se alzaran por completo: competería contra sus dobles y así les enseñaría a todos quién era realmente Ernest Hemingway. Entonces dejó la idea de la pelea y tomó el esfero para firmar como Francis H. Hudson. El hombre de los lentes corroboró el falso nombre escrito por Hemingway y le pegó en su pecho un adhesivo con el número 62 impreso en él.
Un juego de luces iluminó la tarima, mientras el locutor presentó en orden numérico a los participantes del Concurso Anual de Dobles de Papá Hemingway. El público, dueño de un entusiasmo inusitado, aplaudió como si los hombres sobre la tarima hubieran hecho algo de por sí excepcional, al permanecer de pie sin ayuda. Los aplausos lo sorprendieron de una mala manera, como una lluvia repentina en un paseo por el campo. La principal razón por las que decidió morir y esconderse fue para dejar atrás su fama de escritor. Era tan nociva su leyenda, que no existía en el mundo un editor que dudara en publicar lo que llevara su firma. No les importaba la calidad, eso ya lo había aprendido con la publicación de varios libros que lo avergonzaban como escritor. Por esta razón, al morir hizo la promesa de no firmar una sola de las páginas que escribiera, intentando con esto evitar ser un sinónimo de mediocridad y mercadeo. Fiel a esta premisa, miles de hojas que se acumularon a lo largo de los años fueron dejadas a su suerte en los rincones de su habitación de hotel. A veces, cuando el viento de la costa penetraba por entre las ventanas, las hojas se desprendían de sus montones originales, para planear de un lado a otro hasta caer finalmente en un desorden que parecía complacerlo de manera absoluta.
El estar sobre la tarima le permitió observar los rostros de las personas que no estaban disfrazadas como él. Era extraño, porque en un principio no encontró nada especial en ninguno de ellos; por el contrario, creyó que era cuestión de segundos para dejar de considerarlos con algún tipo de interés. En efecto esto habría sucedido, de no ser porque empezó a encontrar semejanzas entre las mujeres que estaban sentadas en las mesas del Sloppy Joe’s Bar y las mujeres que alguna vez amó en vida. Eran rasgos pequeños, como la dimensión de la nariz y de las cejas, o el movimiento de la boca al hablar, o de los ojos al mirar. Pequeños gestos que fueron suficientes para que el recuerdo del amor empezara a lastimarlo. Si hubiera sabido antes que la muerte estaba tan llena de ausencias, especialmente carnales, habría preferido seguir con su vida hasta que un manojo de enfermedades y una memoria rota lo hubieran vencido.
Sin importar lo que sucedía a su alrededor, Hemingway continuó recapitulando los rasgos del pasado, cosa que lo hizo ignorar al animador del concurso, quien se acercó porque era su turno para responder a las preguntas de la primera fase eliminatoria de la competencia. Por obra de esas casualidades que parecen ficciones diseñadas por otros escritores, la pregunta que le realizaron trató sobre sus esposas, específicamente sobre sus nombres en orden de matrimonio. Cuando finalmente comprendió la naturaleza de la pregunta que le hacían, la cual relacionó de manera mística con los rasgos de esos amores que veía repetidos en las mujeres del público, Hemingway pronunció entre lágrimas los nombres completos de Hadley, Pauline, Martha y Mary. El resultado de esta escena, la cual él mismo hubiera catalogado de patética, fue que las mujeres del público reaccionaron con un ensordecedor aplauso, que fue seguido de pañuelos blancos agitados tanto para limpiar sus propios rostros como para elogiar de forma contundente al participante número 62.
Impulsado por la fuerza de los recuerdos, Hemingway superó cada fase de eliminación sin problema alguno. A veces, cuando la pregunta que le hacían le traía de vuelta un pasado tormentoso que a su vez era desconocido por el mundo entero, optaba por la simple tarea de mentir. En vida fue un buen mentiroso. La gente creyó lo que él quería que creyeran, incluso sus mujeres, que lo veían como el reflejo de un hombre fuerte capaz de vencer al que fuera menos a sí mismo. Cuando murió, este defecto también dejó de existir. No tenía a nadie a quien mentir, solo le quedaba el tiempo extenso que se vive tras la muerte, acompañado por la soledad que tanto pedía en su juventud, cuando quería ser un escritor y lo era.
Recordar, mentir y tener una copa de licor a la mano: ese fue el tridente que Hemingway blandió en vida para escribir. Y curiosamente eso era lo que estaba haciendo sobre la tarima para vencer a sus dobles. Así fue como la mentira y las palabras volvieron, lo que significaba, por ende, que la ficción también regresaría. Por desgracia, esto fue algo borroso para él, porque los años transcurridos sin alcohol lo habían debilitado para los tragos que fue bebiendo a medida que superaba el concurso. El responsable de ese arribo constante de whisky fue el barman que lo atendió en un principio, quien sin mayor razón que la curiosidad y el amor a primera vista, se convirtió en ese seguidor dispuesto a hacer lo que estuviera a su alcance para hacerlo feliz. Algo que ignoró Hemingway, porque consideró que cada vaso que llegaba a sus manos era una consecuencia natural del avance que hacía en el concurso. Pequeñas victorias que, mezcladas con el alcohol, terminaron por quebrarlo por completo. Fue como volver a su peor momento del pasado, cuando después de pasar todo el día frente al escritorio, y ya de noche y completamente ebrio, optaba por insultar la hoja en blanco frente a sus ojos, así como los folios represados de historias sin final, el paquete de hojas vírgenes que lo esperaban sobre el escritorio y sus libros perfectamente ordenados en un estante de la biblioteca.
Con esa extraña lucidez que suele otorgar la resaca, Hemingway llegó a comprender sobre la tarima del Sloppy Joe’s Bar que no volvería a escribir. No importaba que los recuerdos y la capacidad de mentir hubieran vuelto. Sabía, porque había pasado por la vida y la muerte para comprenderlo, que, así como podría recuperarse del bloqueo frente a la hoja en blanco, inevitablemente esa sensación de fracaso volvería a él sin parar, cada vez con mayor fuerza. Abandonarlo de una vez por todas, esa parecía ser la conclusión de su mente ebria, pero lúcida. Fue en este instante cuando aparecieron entre el público, estratégicamente ocultos, los espectros del pasado. Primero fueron Scott y Zelda, quienes desde una mesa junto a la barra lo señalaban con una copa de champán en sus manos, y parecían sonreírle con cariño; luego fue Gertrude Stein, quien, sentada sola en una mesa al fondo del bar, lo miró con esos ojos de ella, a un tiempo llenos de rabia y comprensión; después fue su padre, quien lo saludó desde la puerta del baño, con una mano en forma de pistola, y finalmente aparecieron sus hijos. Fue gracias a ellos que comprendió el peso de las tardes idas en dolores de cabeza, vómitos, vacíos de memoria e intentos de escritura. Finalmente, ese paisaje de fantasmas y botella de licor se disolvió hasta convertirse en un solo remolino, el cual hiz que la tierra bajo sus pies se moviera igual al mar. Y en esas aguas comenzó a sumergirse.
Antes de convertirse en polvo, Hemingway tuvo un sueño. En él, navegaba por una costa de aguas por completo transparentes. El barco se desplazaba con delicadeza sobre el suave oleaje, mientras que en la popa varios cabos largos se hundían con sus anzuelos en el mar. Sentado a estribor, Hemingway lanzaba cada tanto al agua un cebo de carne sangrienta que se disolvía con rapidez en la sal del mar. A veces, cuando esto ocurre, aparecen tiburones en busca de los pargos que caen con el cebo. Sin embargo, en ese sueño no hubo tiburón alguno. En su lugar, hubo cientos de peces que caían en su trampa, y que él subía a bordo, haciendo uso de la fuerza de sus brazos.
Si alguien preguntara a cualquiera de los presentes lo que sucedió esa noche en el Concurso Anual de Dobles de Papá Hemingway, oiría como única historia algo imposible de creer. Incluyéndolo a él, tan solo quedaban tres concursantes en competencia. Vistos bajo los ojos de Hemingway, se podría decir que ellos eran los sobrevivientes de un escuadrón reducido por el enemigo hasta el límite mismo de la derrota. No hay manera de afirmar que, si el concurso hubiese llegado a su término, Hemingway hubiera ganado. Es posible que fuera así, porque el público, especialmente el femenino, le aplaudía a rabiar. No les importaba que no estuviera vestido como cazador africano o pescador profesional, o el hecho de que estuviera visiblemente ebrio. Todo lo contrario. Era el favorito de la mayoría precisamente por estar vestido de manera diferente a los dobles que esa noche estuvieron allí. Es probable que al verlo así se imaginaran a ellos mismos acompañando a un Ernest Hemingway más íntimo, casi como si pudieran verlo desayunar y leer la prensa. Por esta misma razón, al verlo caer desde la tarima se oyó un solo coro de gritos de auxilio.
Mientras Hemingway soñaba con un mar transparente, en Sloppy Joe’s Bar su cuerpo cayó al suelo haciendo la figura de una cruz. De manera inmediata fue rodeado por gente que quería ayudarlo, entre ellos el barman, quien se sentía culpable por haberle enviado sin parar vasos de whisky. Sin embargo, al estar sobre él, el miedo de lo inexplicable se apoderó de cada uno de ellos. Los que llegaron primero a su lado, para formar un círculo a su alrededor, y los que llegaron inmediatamente después, para formar así un segundo círculo de testigos, vieron con claridad la manera en que el cuerpo de carne y hueso de Hemingway se convirtió en un extraño montón de polvo. Primero asemejó una figura de yeso de sí mismo. Una copia casi pompeyana que duró intacta hasta que un miembro del jurado se acercó para tocarlo. Fue necesario únicamente ese contacto con otro cuerpo para que el suyo, casi idéntico por tantos años después de muerto, se convirtiera en un polvo dorado que flotó por el aire hasta desaparecer.
PAPÁ EN LA SALA
Durante el vuelo de regreso no pude dormir. A mi alrededor la gente soñaba plácidamente a diez mil metros de altura en sus sillas reclinadas. Afuera, en el cielo nocturno que cubría el Atlántico, la luna se alzaba con una luz en exceso blanca. Así, sin poder siquiera cerrar los ojos, me puse a recordar. Lo primero que vino a mi mente fueron instantes de la niñez, como juegos de pelota y días de lluvia en la escuela. Al principio la idea era buscar recuerdos, para de esta manera quedarme dormido; pero comenzaron a brotar tantas cosas que el ejercicio dejó de ser un intento por conciliar el sueño, para convertirse en un esfuerzo mental por recuperar los rostros y nombres abandonados en el pasado. Entre la multitud de personas que pude recordar durante las horas que duró el viaje, hubo una que busqué poco: papá.
Una semana antes lo llamé por teléfono para decirle que volvería a la ciudad, por lo que pasaría por la casa a saludarlo. No le dije nada más; ni siquiera le indiqué el día en que llegaría. Sin embargo, allí estaba él, en la puerta de salida de vuelos internacionales, atento a los rostros de quienes salían. Preferí no preguntarle cómo supo la fecha exacta de mi regreso. Con papá es mejor así, porque sin importar la respuesta que dé, siempre se trata de algo tan semejante a la mentira, que desde niño me acostumbré a no preguntarle ni siquiera sobre las tareas del colegio. Me paré frente a él y descubrí que sus ojos apuntaban a los míos. Entonces lo abracé. Lo hice más que todo porque con ese gesto él tendría la seguridad de haberme encontrado.
Mi plan era simple: buscar un hotel y quedarme allí hasta encontrar un apartamento donde vivir. Pero en el momento en que apareció papá la idea se vino abajo, esto porque lo primero que hizo después del abrazo fue tomar mis maletas y cargarlas hasta el primer taxi que encontró. Una vez en la autopista, no perdió tiempo para decir una y otra vez que mi habitación me esperaba tal como yo la había dejado. Eso fue lo segundo que hizo para destruir mi idea de estar solo. Al decirlo, algo en su rostro me dio a entender que se había dedicado por días a arreglar cada detalle para mi regreso. Ese fue mi gran error: el aceptar su invitación, en lugar de haber escapado esa misma noche a un hotel.
—Está bien, papá; vamos a casa —le respondí.
La casa estaba intacta, como si los dos pisos en los que papá y yo pocas veces hablamos fueran ahora un aviso de atención para mí. Por una semana, como en los viejos tiempos, compartimos el tiempo diciéndonos escasamente lo necesario. Yo salía temprano en la mañana, en busca de un lugar donde mudarme, y no regresaba sino hasta ya entrada la noche. Por lo general, lo encontraba sentado frente al televisor, concentrado en lo que fuera que veía. Por eso mismo, después del saludo, y casi como si fuera un acto reflejo, nos deseábamos las buenas noches. Podría decirse que todo esto era una costumbre, y como tal debió permanecer así.
--¿Qué ves? —le pregunté, al no poder reconocer la escena que sucedía en la pantalla.
—Una película —respondió, y calló de inmediato.
Me quedé mirando para saber de qué trataba. La escena que vi transcurría en alguna calle de una ciudad de Estados Unidos, seguramente Nueva York. Era un lugar peligroso, según los estándares de Hollywood: una calle con carros parqueados a ambos lados; humo saliendo de una alcantarilla; dos o tres vagabundos calentando sus manos en una hoguera improvisada, y un grupo de hombres armados custodiando una camioneta negra. A los pocos segundos, desde un costado de la pantalla, apareció Steven Seagal, con su cabello perfectamente recogido en cola de caballo. La pelea no duró mucho, apenas unos segundos de llaves de karate y huesos rotos. Seguí viendo la película hasta que, en la escena anterior a los comerciales, Seagal esquivó sin problemas una bala disparada a pocos centímetros de su cabeza.
Hasta donde puedo recordar, papá y yo fuimos una familia que aprendió a soportarse de una manera sencilla. No nos quisimos como suelen hacerlo un padre y un hijo. En su lugar, existió un agradecimiento sincero por haber interferido lo menos posible en la vida del otro. Entre los dos, eso fue lo más parecido al amor. Quizá por eso me sorprendí cuando me pidió que no me fuera.
—No tienes por qué irte —respondió cuando le conté que había encontrado un apartamento.
—No, papá, necesito vivir solo; me he acostumbrado a eso desde hace mucho tiempo —lo miré al terminar de decírselo, y advertí en su rostro que algo dentro de sí iba a quebrarse sin remedio alguno.
—Me puedes visitar cuando quieras, papá —le dije, en un intento por quererlo un poco más.
—Así lo haré, hijo…; así lo haré.
El apartamento no es nada especial. Apenas tiene un sofá; una mesa; un televisor; una cocina diminuta; una nevera con el tamaño acorde para la cocina; un baño y una habitación. En definitiva, un lugar pequeño y barato al que podía llamar hogar. Por casi un año papá vino muy pocas veces a verme, y eso era justo lo que yo esperaba que hiciera. Cuando lo hacía traía comida suficiente para los dos y cenábamos juntos en completo silencio. Ahí eran sólo él y el plato que hubiera llevado. Sin embargo, tan pronto terminaba de comer, dejaba los platos en la cocina y luego se sentaba en el sofá, donde tomaba el control remoto del televisor. Yo lo dejaba ahí, tranquilo, dueño momentáneo de la sala. Mientras tanto, yo prefería esconderme en la habitación hasta que me llamaba para despedirse. De esta manera nació en el apartamento una costumbre como la que teníamos en casa. Una costumbre con un sentido de equilibrio necesario entre nosotros, y que, por desgracia, se rompió la noche en que papá se quedó a dormir.
Era demasiado tarde para que volviera a casa solo y, como si eso no bastara, afuera llovía de tal manera que parecía que un huracán hubiera cruzado los cientos de kilómetros que nos separan del mar. Le dije que se quedara, y él aceptó con una resignación que hoy sospecho fingida. Esa primera noche papá durmió en mi cama, mientras que yo lo hice en el sofá. Recuerdo que no dormí bien porque los ronquidos de papá atravesaron la puerta de mi habitación durante toda la noche. Un ruido que perduró hasta el amanecer, cuando decidí vestirme para salir a caminar antes de que despertara. Una vez en la calle dejé de pensar en él. Caminé sin rumbo hasta que el calor del día se hizo insoportable. Al regresar lo único extraño que encontré fue el televisor encendido. Todo lo demás, salvo las partículas de polvo que planeaban frente a los rayos gamma de la pantalla, parecía estar en su sitio. Supuse el descuido de papá, así que apagué el televisor y me dirigí a mi habitación con el firme propósito de dormir; sin embargo, no alcancé siquiera a sentarme en la cama cuando un sonido inesperado llamó mi atención. Desde el baño, el ruido del retrete vaciándose me hizo poner en guardia. Supuse lo peor, que papá al salir dejó no solamente el televisor encendido, sino también la puerta abierta. Sentí una furia enorme contra él, una furia que terminó transformándose en miedo. Sabía que debía llamar a la policía, pero no lo hice. En su lugar, busqué el objeto más contundente posible, que resultó siendo el soporte de una lámpara, y con él en mis manos, me paré frente al baño en posición de beisbolista. Imaginé la expresión del ladrón al verse sorprendido; también imaginé un revólver del otro lado de la puerta, y eso mismo me llevó a ver mi propio cuerpo acribillado. Ambas cosas posibles gracias a papá.
Al abrirse la puerta cerré los ojos y lancé mi mejor golpe. Oí el aíre cortarse y luego la lámpara romperse contra la puerta del baño. Después de ese ruido abrí los ojos. Esperaba encontrar una cabeza molida por el golpe, pero lo que encontré fue a papá en el interior del baño, en perfecto estado y mirándome como si fuera un matón de cine. Eso me hizo desear el haber tenido frente a mí a un verdadero ladrón. Le pedí disculpas, y él no dijo nada, apenas si se dirigió al sofá y encendió el televisor. En la pantalla apareció un bar con tarima; y sobre ella, Steven Seagal, vestido de vaquero y tocando una guitarra digna de un músico de verdad.
Nunca más volví a ver a papá fuera del apartamento. Estoy seguro de que sale cada tanto, porque rápidamente la sala se llenó con sus cosas; sin embargo, no he podido atraparlo mientras lo hace. Lo que sí puedo afirmar es que, al despertar cada mañana, así como cada noche antes de irme a dormir, lo encuentro allí, sentado frente al televisor, idéntico a un espectro. Eso es precisamente lo que parece cada vez que lo veo: un espectro imposible de borrar y que, para colmo de males, ama el cine de acción por sobre cualquier otra cosa en este mundo.
—Papá, ¿no te molesta dormir en el sofá? —me atreví a preguntarle una noche que me vi por completo desesperado por sus ronquidos y su presencia.
—No hay problema, hijo. Aquí me siento muy bien —y siguió mirando con calma la pantalla, donde Steven Seagal le rompía un dedo a un muchacho que se negaba a responderle una pregunta.
Verlo rodeado de cajas repletas con su ropa, en un lugar que no era su casa, me hizo recordar las veces que quise ser scout. Era algo que deseaba cada vez que veía al grupo de niños reunirse en los parques, siempre con las carpas a sus espaldas y sus uniformes meticulosamente limpios. Apenas los veía, halaba de la ropa de papá para decirle que quería unirme a ellos. Dormir fuera de casa no es de gente decente, me respondía de inmediato. Quisiera haberle dicho algo similar: dormir fuera de casa no está bien, papá, pero en su lugar lo que hice fue comprarle una cobija y una almohada para que durmiera más a gusto.
No pasó mucho antes de que papá trajera la foto de mamá. De ella no guardo ningún recuerdo, esto por la sencilla razón de que murió cuando yo nací. Quizás el único espacio que ella ocupa en mi memoria lo constituyen las veces que miré en secreto el álbum de fotos de papá. Lo escondía en su mesa de noche, y, a veces, cuando salía a trabajar, yo abría el cajón y lo sacaba para espiarlo. Eran decenas de fotos en las que aparecían solamente ellos dos, a veces caminando por la calle, a veces sentados en una playa desconocida para mí, o sonriendo a la cámara en una plaza cubierta de palomas. Era la vida de papá antes de que yo apareciera en escena, y debo decir que parecía feliz. En cada foto me comparo con él, y me descubro por completo diferente. No tengo siquiera un recuerdo parecido; hace muchos años que no tengo una relación estable, y mucho menos romántica, y a pesar de que he viajado y vivido en diferentes lugares del mundo, no existe una sola foto de mí en el mar. De ese álbum, la fotografía que más aparece en mi mente cuando trato de pensar en mamá es en la que ella está vestida con una bata que deja al descubierto su barriga, toda ella redonda y grande. El retrato de mamá no estaba en el álbum de papá. Desde que tengo memoria, ese rostro en blanco y negro ha estado junto a su cama, sobre su mesa de noche. Al verla allí, en el apartamento, no pude evitar el imaginar a papá joven y enamorado, caminando sin rumbo fijo junto a mamá, planeando los viajes que no pudieron realizar porque yo nací. Fue por esto por lo que irremediablemente volví a pensar en Laura.
Fue mi primer amor. El más grande y efímero de los pocos que he tenido en mi vida. La quise de verdad, a pesar de que nuestro romance no duró más de unos cuantos meses. Y la seguí queriendo, sin importar que ella insistiera en la amistad, aunque yo le hablara de amor. Es de esperarse que hubiera seguido a su lado como un buen amigo, incluso cuando ella salía con alguien más, y sobre todo cuando ese alguien la dejaba. Cuando eso pasaba ahí estaba yo, listo para consolarla, proponiéndole que nos fuéramos a vivir juntos. Eso nunca pasó, y yo dejé de insistirle y me fui de la ciudad. En el avión de regreso, su nombre aparecía cada vez que veía la luna por la ventanilla de mi asiento. ¿Se habrá casado?, ¿seguirá en la ciudad?, ¿tendrá una buena vida?, ¿me recordará? Esas fueron preguntas que me hice primero a diez mil metros de altura, y que luego, en tierra, volví a hacerme por obra de las fotografías de papá y mamá.
Esa noche salí por unas cervezas. Quería dejar de ver a papá frente al televisor, estacionado en la sala, idéntico a esos carros que la gente abandona por un desperfecto que no les interesa reparar. Caminé varias calles hasta un supermercado, y allí, como si fuera resultado de mi propia imaginación, encontré a Laura. Estaba justo delante de mí en la fila de pago. Llevaba puesto un vestido azul, y su cabello estaba cortado a la altura de sus hombros, como nunca antes se lo había visto. Su rostro era una fotocopia del pasado, salvo por la piel que rodeaba sus ojos y sus manos, víctimas innegables del tiempo. Otra prueba indiscutible de esos años transcurridos fue la mano diminuta que se alzó autoritaria hasta su cintura, llamando su atención.
—Mamá, un dulce —dijo el niño, y Laura sumó una caja de dulces a las compras.
Primero pensé que lo mejor era dejarla ir; sin embargo, hice todo lo contrario. Quería hablar con ella. Quería verla a los ojos y saber si era feliz; por eso cuando la vi salir del supermercado la llamé. Para ser más exacto, grité su nombre, y ella me correspondió volviendo el rostro.
Preguntó por mis viajes, por si estaba de vacaciones o si regresaba para quedarme y, claro, preguntó también por papá. Le dije que él y yo estábamos bien. También le dije que yo estaba de vuelta para quedarme, y antes de que pudiera tener tiempo para decirme cualquier cosa, le pregunté por su vida. Como respuesta, me señaló al niño.
—Es el mayor —me dijo—. La menor está enferma —entonces supuse que la bolsa que se balanceaba en su mano izquierda estaba llena de pastillas para la fiebre, antibióticos o cualquier cosa necesaria para curar a una niña pequeña. Entendí que debía irse, así que le anoté el número telefónico de mi apartamento y le pedí que me llamara, cosa que ella prometió hacer.
Al volver a casa encontré a papá en la sala, esperando con paciencia a que terminaran los comerciales que transmitían por televisión. Necesitaba hablar de Laura, y al parecer el único ser humano disponible era él. Me senté a su lado, con el fin de pedirle consejos sobre el amor, pero no supe cómo empezar. Entonces lo que hice fue preguntarle por mamá. No preguntaba por ella desde que era niño, y al hacerlo comprendí nuevamente que esto era un error. Papá quitó la mirada de la pantalla para posarla dramáticamente sobre su retrato.
—Nos amamos mucho, y no pasa un día sin que lamente su muerte —calló, y los comerciales del canal terminaron para darle paso a Steven Seagal, que caminaba por un cementerio con un ramo de flores en sus manos. Buscaba la tumba de su esposa, asesinada por policías corruptos.
El volumen del televisor era demasiado alto. En la película que se proyectaba esa noche, Steven Seagal les daba una golpiza a tres tipos que prefirieron usar sus puños en lugar de las armas que llevaban consigo; todo un absurdo que, sin embargo, parecía convencer a papá. Era como si creyera que todo era cierto, incluidos los brazos rotos y las explosiones en los carros al volcarse, o al caer en un precipicio. Precisamente reparaba en esto, que he pensado en llamar “la ingenuidad de papá”, cuando el teléfono sonó. Bastó con oír el repicar de la llamada para que yo olvidara mi teoría, y en su lugar saltara del sofá como si hubiera empezado a competir en los Juegos Olímpicos. Levanté la bocina y de inmediato reconocí la voz de Laura, pero en un principio casi no pude entender lo que decía por culpa de un tiroteo que sucedía en ese instante en la televisión. Entonces, y casi a punto de gritarle, le pedí a papá que bajara el volumen, cosa que hizo, pero apenas lo suficiente como para que yo pudiera tener una conversación audible. Hablamos unos pocos minutos, al cabo de los cuales pude conocer el nombre de sus hijos y el breve resumen de un matrimonio desalentador. Creo que pudo haberme dicho mucho más, pero los sonidos de huesos rotos, disparos y explosiones, sumados a la presencia vigilante de papá, impidieron que pudiera hablar con tranquilidad. Al despedirse me prometió que volvería a llamar.
Podría jurar que en las semanas que siguieron, papá y yo vimos la filmografía entera de Steven Seagal. Él no quitó la mirada del televisor por nada del mundo, y yo, angustiado por la espera, no viví un solo segundo sin pensar en Laura. Llamó unas cuantas veces más, siempre de una manera amistosa, haciendo las preguntas típicas de una persona acostumbrada a la formalidad.
—¿Qué tal tu día hoy? —me preguntaba cada vez, y yo con ganas de decirle mil cosas más, como que dejara a su esposo y se trajera a los niños con ella.
Pero era imposible que aquello que deseaba se hiciera realidad. Durante el tiempo que duraron las llamadas, papá se encargó de traer el resto de sus cosas al apartamento, tantas que pude ver nuevas torres de ropa y cachivaches que se sumaron a las torres que ya se levantaban alrededor del sofá. ¿Cuándo papá traía sus cosas? Eso es algo que yo aún ignoro, pero que sin duda debía de suceder durante la noche, porque era apenas cuando yo despertaba en las mañanas que podía ser testigo del espacio cada vez más reducido del apartamento. Quería tener una respuesta clara a esa pregunta, pero antes que nada deseaba entender la razón por la que se quedó a vivir en la sala. Aún hoy creo que, de lograrlo, quizá pueda no solamente comprender el sentido de nuestra relación como padre e hijo, sino también, y de una vez por todas, pueda decirle que se vaya.
Veo a papá con el control remoto en sus manos. Me pregunto si fue después de morir mamá que él empezó con lo de las películas. Hoy vemos un especial sobre la vida de Steven Seagal, y debo decir que es extraño verlo así, fuera de una historia desastrosa. Resulta que vivió en Japón por muchos años, y en realidad es maestro en artes marciales, cosa que creía falsa. Se estima que ha participado en cerca de cincuenta películas, las cuales he aprendido a disfrutar encontrando la mayor cantidad de errores posibles en sus tramas. A veces, cuando la historia está en su mejor clímax, que no es otra cosa que una bomba en cuenta regresiva, o una pelea con cuchillos, suena el teléfono. Aún guardo la esperanza de que sea Laura. De hecho, durante los escasos segundos que dura el repicar del teléfono, antes de que la bocina llegue a mi oído, suelo imaginar que llama únicamente para aceptar mi eterna propuesta de amor. Es por esto y nada más que sigo levantándome del sofá para contestar. Lo sigo haciendo, a pesar de que nunca sea ella quien llama.
No lo había comprendido antes, pero ahora reconozco que papá y yo no somos tan distintos. Los dos vemos televisión todo el día, y los dos subimos la pierna derecha al mueble, a veces casi al mismo tiempo, casi como si fuéramos un reflejo del otro. Pienso en Laura y en lo que pudimos ser y no fuimos. Pienso también en sus hijos, y llego a la conclusión de que habrían sido los míos si en el pasado yo no me hubiera ido. Eso me lleva cada tanto a pensar también en mamá. Espero que no sea su ausencia la responsable del comportamiento de papá, porque, de ser así, y si Laura no llama pronto, entonces tal vez yo termine igual a él.
Recuerdo que antes, cuando era niño, también me sentaba junto a papá para ver televisión. La única diferencia entre esos años y hoy es que antes nuestro programa favorito era la lucha libre mexicana. Mi luchador favorito era Máscara Sagrada. Papá decía que también era el suyo; por eso, cuando parecía que iba a perder, él me alzaba en sus brazos y me juraba que no había poder sobre la tierra capaz de derrotar a nuestro héroe. Por desgracia crecí tanto que papá no pudo volver a levantarme nunca más. El especial sobre la vida de Steven Seagal ha terminado. En su lugar, ha comenzado una película en la que después de siete años él despierta de un coma.
Una semana antes lo llamé por teléfono para decirle que volvería a la ciudad, por lo que pasaría por la casa a saludarlo. No le dije nada más; ni siquiera le indiqué el día en que llegaría. Sin embargo, allí estaba él, en la puerta de salida de vuelos internacionales, atento a los rostros de quienes salían. Preferí no preguntarle cómo supo la fecha exacta de mi regreso. Con papá es mejor así, porque sin importar la respuesta que dé, siempre se trata de algo tan semejante a la mentira, que desde niño me acostumbré a no preguntarle ni siquiera sobre las tareas del colegio. Me paré frente a él y descubrí que sus ojos apuntaban a los míos. Entonces lo abracé. Lo hice más que todo porque con ese gesto él tendría la seguridad de haberme encontrado.
Mi plan era simple: buscar un hotel y quedarme allí hasta encontrar un apartamento donde vivir. Pero en el momento en que apareció papá la idea se vino abajo, esto porque lo primero que hizo después del abrazo fue tomar mis maletas y cargarlas hasta el primer taxi que encontró. Una vez en la autopista, no perdió tiempo para decir una y otra vez que mi habitación me esperaba tal como yo la había dejado. Eso fue lo segundo que hizo para destruir mi idea de estar solo. Al decirlo, algo en su rostro me dio a entender que se había dedicado por días a arreglar cada detalle para mi regreso. Ese fue mi gran error: el aceptar su invitación, en lugar de haber escapado esa misma noche a un hotel.
—Está bien, papá; vamos a casa —le respondí.
La casa estaba intacta, como si los dos pisos en los que papá y yo pocas veces hablamos fueran ahora un aviso de atención para mí. Por una semana, como en los viejos tiempos, compartimos el tiempo diciéndonos escasamente lo necesario. Yo salía temprano en la mañana, en busca de un lugar donde mudarme, y no regresaba sino hasta ya entrada la noche. Por lo general, lo encontraba sentado frente al televisor, concentrado en lo que fuera que veía. Por eso mismo, después del saludo, y casi como si fuera un acto reflejo, nos deseábamos las buenas noches. Podría decirse que todo esto era una costumbre, y como tal debió permanecer así.
--¿Qué ves? —le pregunté, al no poder reconocer la escena que sucedía en la pantalla.
—Una película —respondió, y calló de inmediato.
Me quedé mirando para saber de qué trataba. La escena que vi transcurría en alguna calle de una ciudad de Estados Unidos, seguramente Nueva York. Era un lugar peligroso, según los estándares de Hollywood: una calle con carros parqueados a ambos lados; humo saliendo de una alcantarilla; dos o tres vagabundos calentando sus manos en una hoguera improvisada, y un grupo de hombres armados custodiando una camioneta negra. A los pocos segundos, desde un costado de la pantalla, apareció Steven Seagal, con su cabello perfectamente recogido en cola de caballo. La pelea no duró mucho, apenas unos segundos de llaves de karate y huesos rotos. Seguí viendo la película hasta que, en la escena anterior a los comerciales, Seagal esquivó sin problemas una bala disparada a pocos centímetros de su cabeza.
Hasta donde puedo recordar, papá y yo fuimos una familia que aprendió a soportarse de una manera sencilla. No nos quisimos como suelen hacerlo un padre y un hijo. En su lugar, existió un agradecimiento sincero por haber interferido lo menos posible en la vida del otro. Entre los dos, eso fue lo más parecido al amor. Quizá por eso me sorprendí cuando me pidió que no me fuera.
—No tienes por qué irte —respondió cuando le conté que había encontrado un apartamento.
—No, papá, necesito vivir solo; me he acostumbrado a eso desde hace mucho tiempo —lo miré al terminar de decírselo, y advertí en su rostro que algo dentro de sí iba a quebrarse sin remedio alguno.
—Me puedes visitar cuando quieras, papá —le dije, en un intento por quererlo un poco más.
—Así lo haré, hijo…; así lo haré.
El apartamento no es nada especial. Apenas tiene un sofá; una mesa; un televisor; una cocina diminuta; una nevera con el tamaño acorde para la cocina; un baño y una habitación. En definitiva, un lugar pequeño y barato al que podía llamar hogar. Por casi un año papá vino muy pocas veces a verme, y eso era justo lo que yo esperaba que hiciera. Cuando lo hacía traía comida suficiente para los dos y cenábamos juntos en completo silencio. Ahí eran sólo él y el plato que hubiera llevado. Sin embargo, tan pronto terminaba de comer, dejaba los platos en la cocina y luego se sentaba en el sofá, donde tomaba el control remoto del televisor. Yo lo dejaba ahí, tranquilo, dueño momentáneo de la sala. Mientras tanto, yo prefería esconderme en la habitación hasta que me llamaba para despedirse. De esta manera nació en el apartamento una costumbre como la que teníamos en casa. Una costumbre con un sentido de equilibrio necesario entre nosotros, y que, por desgracia, se rompió la noche en que papá se quedó a dormir.
Era demasiado tarde para que volviera a casa solo y, como si eso no bastara, afuera llovía de tal manera que parecía que un huracán hubiera cruzado los cientos de kilómetros que nos separan del mar. Le dije que se quedara, y él aceptó con una resignación que hoy sospecho fingida. Esa primera noche papá durmió en mi cama, mientras que yo lo hice en el sofá. Recuerdo que no dormí bien porque los ronquidos de papá atravesaron la puerta de mi habitación durante toda la noche. Un ruido que perduró hasta el amanecer, cuando decidí vestirme para salir a caminar antes de que despertara. Una vez en la calle dejé de pensar en él. Caminé sin rumbo hasta que el calor del día se hizo insoportable. Al regresar lo único extraño que encontré fue el televisor encendido. Todo lo demás, salvo las partículas de polvo que planeaban frente a los rayos gamma de la pantalla, parecía estar en su sitio. Supuse el descuido de papá, así que apagué el televisor y me dirigí a mi habitación con el firme propósito de dormir; sin embargo, no alcancé siquiera a sentarme en la cama cuando un sonido inesperado llamó mi atención. Desde el baño, el ruido del retrete vaciándose me hizo poner en guardia. Supuse lo peor, que papá al salir dejó no solamente el televisor encendido, sino también la puerta abierta. Sentí una furia enorme contra él, una furia que terminó transformándose en miedo. Sabía que debía llamar a la policía, pero no lo hice. En su lugar, busqué el objeto más contundente posible, que resultó siendo el soporte de una lámpara, y con él en mis manos, me paré frente al baño en posición de beisbolista. Imaginé la expresión del ladrón al verse sorprendido; también imaginé un revólver del otro lado de la puerta, y eso mismo me llevó a ver mi propio cuerpo acribillado. Ambas cosas posibles gracias a papá.
Al abrirse la puerta cerré los ojos y lancé mi mejor golpe. Oí el aíre cortarse y luego la lámpara romperse contra la puerta del baño. Después de ese ruido abrí los ojos. Esperaba encontrar una cabeza molida por el golpe, pero lo que encontré fue a papá en el interior del baño, en perfecto estado y mirándome como si fuera un matón de cine. Eso me hizo desear el haber tenido frente a mí a un verdadero ladrón. Le pedí disculpas, y él no dijo nada, apenas si se dirigió al sofá y encendió el televisor. En la pantalla apareció un bar con tarima; y sobre ella, Steven Seagal, vestido de vaquero y tocando una guitarra digna de un músico de verdad.
Nunca más volví a ver a papá fuera del apartamento. Estoy seguro de que sale cada tanto, porque rápidamente la sala se llenó con sus cosas; sin embargo, no he podido atraparlo mientras lo hace. Lo que sí puedo afirmar es que, al despertar cada mañana, así como cada noche antes de irme a dormir, lo encuentro allí, sentado frente al televisor, idéntico a un espectro. Eso es precisamente lo que parece cada vez que lo veo: un espectro imposible de borrar y que, para colmo de males, ama el cine de acción por sobre cualquier otra cosa en este mundo.
—Papá, ¿no te molesta dormir en el sofá? —me atreví a preguntarle una noche que me vi por completo desesperado por sus ronquidos y su presencia.
—No hay problema, hijo. Aquí me siento muy bien —y siguió mirando con calma la pantalla, donde Steven Seagal le rompía un dedo a un muchacho que se negaba a responderle una pregunta.
Verlo rodeado de cajas repletas con su ropa, en un lugar que no era su casa, me hizo recordar las veces que quise ser scout. Era algo que deseaba cada vez que veía al grupo de niños reunirse en los parques, siempre con las carpas a sus espaldas y sus uniformes meticulosamente limpios. Apenas los veía, halaba de la ropa de papá para decirle que quería unirme a ellos. Dormir fuera de casa no es de gente decente, me respondía de inmediato. Quisiera haberle dicho algo similar: dormir fuera de casa no está bien, papá, pero en su lugar lo que hice fue comprarle una cobija y una almohada para que durmiera más a gusto.
No pasó mucho antes de que papá trajera la foto de mamá. De ella no guardo ningún recuerdo, esto por la sencilla razón de que murió cuando yo nací. Quizás el único espacio que ella ocupa en mi memoria lo constituyen las veces que miré en secreto el álbum de fotos de papá. Lo escondía en su mesa de noche, y, a veces, cuando salía a trabajar, yo abría el cajón y lo sacaba para espiarlo. Eran decenas de fotos en las que aparecían solamente ellos dos, a veces caminando por la calle, a veces sentados en una playa desconocida para mí, o sonriendo a la cámara en una plaza cubierta de palomas. Era la vida de papá antes de que yo apareciera en escena, y debo decir que parecía feliz. En cada foto me comparo con él, y me descubro por completo diferente. No tengo siquiera un recuerdo parecido; hace muchos años que no tengo una relación estable, y mucho menos romántica, y a pesar de que he viajado y vivido en diferentes lugares del mundo, no existe una sola foto de mí en el mar. De ese álbum, la fotografía que más aparece en mi mente cuando trato de pensar en mamá es en la que ella está vestida con una bata que deja al descubierto su barriga, toda ella redonda y grande. El retrato de mamá no estaba en el álbum de papá. Desde que tengo memoria, ese rostro en blanco y negro ha estado junto a su cama, sobre su mesa de noche. Al verla allí, en el apartamento, no pude evitar el imaginar a papá joven y enamorado, caminando sin rumbo fijo junto a mamá, planeando los viajes que no pudieron realizar porque yo nací. Fue por esto por lo que irremediablemente volví a pensar en Laura.
Fue mi primer amor. El más grande y efímero de los pocos que he tenido en mi vida. La quise de verdad, a pesar de que nuestro romance no duró más de unos cuantos meses. Y la seguí queriendo, sin importar que ella insistiera en la amistad, aunque yo le hablara de amor. Es de esperarse que hubiera seguido a su lado como un buen amigo, incluso cuando ella salía con alguien más, y sobre todo cuando ese alguien la dejaba. Cuando eso pasaba ahí estaba yo, listo para consolarla, proponiéndole que nos fuéramos a vivir juntos. Eso nunca pasó, y yo dejé de insistirle y me fui de la ciudad. En el avión de regreso, su nombre aparecía cada vez que veía la luna por la ventanilla de mi asiento. ¿Se habrá casado?, ¿seguirá en la ciudad?, ¿tendrá una buena vida?, ¿me recordará? Esas fueron preguntas que me hice primero a diez mil metros de altura, y que luego, en tierra, volví a hacerme por obra de las fotografías de papá y mamá.
Esa noche salí por unas cervezas. Quería dejar de ver a papá frente al televisor, estacionado en la sala, idéntico a esos carros que la gente abandona por un desperfecto que no les interesa reparar. Caminé varias calles hasta un supermercado, y allí, como si fuera resultado de mi propia imaginación, encontré a Laura. Estaba justo delante de mí en la fila de pago. Llevaba puesto un vestido azul, y su cabello estaba cortado a la altura de sus hombros, como nunca antes se lo había visto. Su rostro era una fotocopia del pasado, salvo por la piel que rodeaba sus ojos y sus manos, víctimas innegables del tiempo. Otra prueba indiscutible de esos años transcurridos fue la mano diminuta que se alzó autoritaria hasta su cintura, llamando su atención.
—Mamá, un dulce —dijo el niño, y Laura sumó una caja de dulces a las compras.
Primero pensé que lo mejor era dejarla ir; sin embargo, hice todo lo contrario. Quería hablar con ella. Quería verla a los ojos y saber si era feliz; por eso cuando la vi salir del supermercado la llamé. Para ser más exacto, grité su nombre, y ella me correspondió volviendo el rostro.
Preguntó por mis viajes, por si estaba de vacaciones o si regresaba para quedarme y, claro, preguntó también por papá. Le dije que él y yo estábamos bien. También le dije que yo estaba de vuelta para quedarme, y antes de que pudiera tener tiempo para decirme cualquier cosa, le pregunté por su vida. Como respuesta, me señaló al niño.
—Es el mayor —me dijo—. La menor está enferma —entonces supuse que la bolsa que se balanceaba en su mano izquierda estaba llena de pastillas para la fiebre, antibióticos o cualquier cosa necesaria para curar a una niña pequeña. Entendí que debía irse, así que le anoté el número telefónico de mi apartamento y le pedí que me llamara, cosa que ella prometió hacer.
Al volver a casa encontré a papá en la sala, esperando con paciencia a que terminaran los comerciales que transmitían por televisión. Necesitaba hablar de Laura, y al parecer el único ser humano disponible era él. Me senté a su lado, con el fin de pedirle consejos sobre el amor, pero no supe cómo empezar. Entonces lo que hice fue preguntarle por mamá. No preguntaba por ella desde que era niño, y al hacerlo comprendí nuevamente que esto era un error. Papá quitó la mirada de la pantalla para posarla dramáticamente sobre su retrato.
—Nos amamos mucho, y no pasa un día sin que lamente su muerte —calló, y los comerciales del canal terminaron para darle paso a Steven Seagal, que caminaba por un cementerio con un ramo de flores en sus manos. Buscaba la tumba de su esposa, asesinada por policías corruptos.
El volumen del televisor era demasiado alto. En la película que se proyectaba esa noche, Steven Seagal les daba una golpiza a tres tipos que prefirieron usar sus puños en lugar de las armas que llevaban consigo; todo un absurdo que, sin embargo, parecía convencer a papá. Era como si creyera que todo era cierto, incluidos los brazos rotos y las explosiones en los carros al volcarse, o al caer en un precipicio. Precisamente reparaba en esto, que he pensado en llamar “la ingenuidad de papá”, cuando el teléfono sonó. Bastó con oír el repicar de la llamada para que yo olvidara mi teoría, y en su lugar saltara del sofá como si hubiera empezado a competir en los Juegos Olímpicos. Levanté la bocina y de inmediato reconocí la voz de Laura, pero en un principio casi no pude entender lo que decía por culpa de un tiroteo que sucedía en ese instante en la televisión. Entonces, y casi a punto de gritarle, le pedí a papá que bajara el volumen, cosa que hizo, pero apenas lo suficiente como para que yo pudiera tener una conversación audible. Hablamos unos pocos minutos, al cabo de los cuales pude conocer el nombre de sus hijos y el breve resumen de un matrimonio desalentador. Creo que pudo haberme dicho mucho más, pero los sonidos de huesos rotos, disparos y explosiones, sumados a la presencia vigilante de papá, impidieron que pudiera hablar con tranquilidad. Al despedirse me prometió que volvería a llamar.
Podría jurar que en las semanas que siguieron, papá y yo vimos la filmografía entera de Steven Seagal. Él no quitó la mirada del televisor por nada del mundo, y yo, angustiado por la espera, no viví un solo segundo sin pensar en Laura. Llamó unas cuantas veces más, siempre de una manera amistosa, haciendo las preguntas típicas de una persona acostumbrada a la formalidad.
—¿Qué tal tu día hoy? —me preguntaba cada vez, y yo con ganas de decirle mil cosas más, como que dejara a su esposo y se trajera a los niños con ella.
Pero era imposible que aquello que deseaba se hiciera realidad. Durante el tiempo que duraron las llamadas, papá se encargó de traer el resto de sus cosas al apartamento, tantas que pude ver nuevas torres de ropa y cachivaches que se sumaron a las torres que ya se levantaban alrededor del sofá. ¿Cuándo papá traía sus cosas? Eso es algo que yo aún ignoro, pero que sin duda debía de suceder durante la noche, porque era apenas cuando yo despertaba en las mañanas que podía ser testigo del espacio cada vez más reducido del apartamento. Quería tener una respuesta clara a esa pregunta, pero antes que nada deseaba entender la razón por la que se quedó a vivir en la sala. Aún hoy creo que, de lograrlo, quizá pueda no solamente comprender el sentido de nuestra relación como padre e hijo, sino también, y de una vez por todas, pueda decirle que se vaya.
Veo a papá con el control remoto en sus manos. Me pregunto si fue después de morir mamá que él empezó con lo de las películas. Hoy vemos un especial sobre la vida de Steven Seagal, y debo decir que es extraño verlo así, fuera de una historia desastrosa. Resulta que vivió en Japón por muchos años, y en realidad es maestro en artes marciales, cosa que creía falsa. Se estima que ha participado en cerca de cincuenta películas, las cuales he aprendido a disfrutar encontrando la mayor cantidad de errores posibles en sus tramas. A veces, cuando la historia está en su mejor clímax, que no es otra cosa que una bomba en cuenta regresiva, o una pelea con cuchillos, suena el teléfono. Aún guardo la esperanza de que sea Laura. De hecho, durante los escasos segundos que dura el repicar del teléfono, antes de que la bocina llegue a mi oído, suelo imaginar que llama únicamente para aceptar mi eterna propuesta de amor. Es por esto y nada más que sigo levantándome del sofá para contestar. Lo sigo haciendo, a pesar de que nunca sea ella quien llama.
No lo había comprendido antes, pero ahora reconozco que papá y yo no somos tan distintos. Los dos vemos televisión todo el día, y los dos subimos la pierna derecha al mueble, a veces casi al mismo tiempo, casi como si fuéramos un reflejo del otro. Pienso en Laura y en lo que pudimos ser y no fuimos. Pienso también en sus hijos, y llego a la conclusión de que habrían sido los míos si en el pasado yo no me hubiera ido. Eso me lleva cada tanto a pensar también en mamá. Espero que no sea su ausencia la responsable del comportamiento de papá, porque, de ser así, y si Laura no llama pronto, entonces tal vez yo termine igual a él.
Recuerdo que antes, cuando era niño, también me sentaba junto a papá para ver televisión. La única diferencia entre esos años y hoy es que antes nuestro programa favorito era la lucha libre mexicana. Mi luchador favorito era Máscara Sagrada. Papá decía que también era el suyo; por eso, cuando parecía que iba a perder, él me alzaba en sus brazos y me juraba que no había poder sobre la tierra capaz de derrotar a nuestro héroe. Por desgracia crecí tanto que papá no pudo volver a levantarme nunca más. El especial sobre la vida de Steven Seagal ha terminado. En su lugar, ha comenzado una película en la que después de siete años él despierta de un coma.
Río abajo
El cuerpo, ya hinchado, flotó sesenta kilómetros antes de quedar atrapado en las raíces de un guayacán al borde del río. Parecía tranquilo, como si estar muerto fuera tan simple como flotar en el agua. Eso mismo pensó Nevardo cuando lo vio, boca arriba y con los brazos y piernas extendidos en forma de estrella.
Él venía río abajo también. Al salir de casa prometió regresar con pescado suficiente para comer y vender. Pero no consiguió mucho: en la canoa, tres doradas convulsionaban por última vez cuando encontró al cadáver.
Nevardo vio al muerto y no se asustó; todo lo contrario, fue esa su primera felicidad en mucho tiempo. Sonriendo saltó de la canoa. Con medio cuerpo bajo el agua se acercó al muerto, acarició su cabeza y le dijo «amigo». La última persona a la que le dijo amigo le respondió con un puño en la cara. «Yo no soy amigo de bobos», le gritaron antes de ser pateado en el suelo. Con el muerto no pasó eso. Lo miró a los ojos –abiertos y brillantes por el agua– y volvió a sonreír. De la canoa sacó una cabuya y lo amarró unos metros abajo, en un clavellino enorme con sombra suficiente para esconderlo. Para mayor seguridad buscó ramas y hojas que dejó encima del cuerpo, a manera de cobija.
Al regresar al pueblo amarró la canoa al muelle y regresó a casa. Dejó las tres doradas sobre la mesa de la cocina, a la vista de la madre. La vieja, diminuta y negra como el río cuando no hay luna, miró los pescados y no dijo nada. Él tampoco habló. Se escondió en su cuarto, donde encendió una veladora para rezarle a San Rafael por el milagro de su amigo. Esa misma noche Nevardo soñó con un río brillante en el que cientos de muertos le hacían señas para que entrara en él.
Al día siguiente hizo sol, pero la tierra de la calle estaba pegada al suelo por culpa de una lluvia nocturna que nadie sintió. Sobre ese piso él corrió descalzo hasta encontrar la canoa. Igual a una serpiente, el río se movía lento. El color a tierra revuelta brillaba por culpa del sol, mientras él buscaba a su amigo entre las ramas y flores del clavellino. Seguía allí, flotando bajo la sombra del árbol. Le dijo «Hola», y soltó la cuerda que amarraba su cuerpo a la orilla. Una vez libre jugaron a carreras de nado en las que se le permitía una ventaja de varios metros. Cuando ya el cuerpo parecía irse junto con el agua, Nevardo aleteaba los brazos y lo alcanzaba; lo traía de vuelta al clavellino, remolcado de un brazo, y luego volvía a soltarlo.
El juego se repitió por varios días hasta que el agua cumplió su naturaleza de pudrirlo. La misma tarde en que la piel empezó a deshacerse en jirones, varias lanchas con hombres de rostros cubiertos cruzaron el río. «Bobo, ¿Qué lleva ahí?», preguntó el único de los hombres que llevaba el rostro descubierto. Por poco lo descubren jugando con el cadáver. Cuando oyó el motor de la lancha, Nevardo escondió a su amigo bajo él. «Nada señor, solo un tronco para nadar», contestó antes de que el hombre escupiera al río y diera la orden de seguir.
La puerta de la calle estaba cerrada con candado. « ¡Te quedas aquí! », gritó su madre antes de guardar las llaves de la casa entre sus senos. Cuando llegó la noche el pueblo se quedó sin luz. Bajo la puerta y los bordes de las ventanas se veía la oscuridad y el silencio del pueblo interrumpidos únicamente por gritos y motocicletas de alto cilindraje. Al fondo, muy suave y como compañía de los ruidos, el río se repetía sin parar.
Después de varios días la noche pasó. La puerta volvía a estar abierta y afuera el paisaje no era más que el de un diluvio. La calle era un charco extendido alrededor de casas de un piso de alto. Nada, salvo los árboles de plátano, parecía querer levantarse del suelo. Bajo los techos de las casas los perros dormitaban esperando el fin de la lluvia y Nevardo, en el pórtico de su casa, parecía uno de ellos. Oía el rugir del agua y pensaba en la suerte de su amigo. Llovió tanto que el río era una sola fuerza descomunal, impropia para la tranquilidad de un muerto. Pensó en su cuerpo sosteniéndose con fuerza a la soga y la raíz del árbol hasta que él regresara en su ayuda. Por eso le dijo a su madre que debía ir a pescar. «Te vas ahogar», contestó ella. Corriendo bajo la lluvia cayó varias veces. Una y otra vez se levantó del lodo del suelo hasta que finalmente llegó al muelle; allí, en el sitio en el que debería estar la canoa, el río reinaba con fuerza, borrando todo lo que hubo y se atreviera a volver. Entonces Nevardo corrió de nuevo, esta vez por la rivera, atento siempre a los pedazos de madera que bajaban entre la masa del río. Y corrió, cayendo siempre entre el lodo, hasta que encontró el clavellino. Una vez allí pensó en arrojarse al agua para salvar a su amigo, pero al acercarse a la orilla pudo ver que bajo la sombra del árbol solamente el agua parecía esperarlo.
La sombra de Ruman Poliotkva
Francisco Quiroga siempre quiso ser Ruman Poliotkva. Cuando el escritor rumano era un desconocido en la mayor parte del hemisferio, quizá habría cinco lectores suyos en Latinoamérica; uno de esos era precisamente él. Cada una de las páginas que escribía en su diminuta habitación de estudiante universitario era una copia idéntica del escritor rumano. Usar el mismo estilo literario que Poliotkva –pero con personajes usualmente sacados del río Magdalena– funcionó por varios años y tal vez habría seguido así por siempre, porque en su haber llevaba una novela y dos premios nacionales de literatura, si no hubiese sido porque el escritor rumano ganó el Premio Goncourt en 1982. Tan pronto obtuvo el galardón empezaron a publicarlo en casi todo el mundo. Cuando se reeditó su primer libro traducido, las similitudes entre el estilo del escritor rumano y la breve obra del joven escritor colombiano se volvieron contundentes. Por supuesto, su única novela y los dos libros de poesía pasaron a ser un estilo calcado de un grande europeo, y en esos días hacer eso conllevaba a la muerte en el mundo de las letras. Ante la imagen monumental de Poliotkva, Francisco Quiroga pasó de ser una promesa de las letras nacionales de los años 80, a ser un profesor universitario obstinado en estudiar y hablar sobre la obra del rumano.
Ese conocimiento exagerado sobre el escritor rumano llevó al profesor Quiroga a la ilusa tarea de escribir un libro sobre su maestro. Fueron quince años de escritura en las horas libres que dejaban las clases, su familia y las terribles jaquecas causadas por los tragos de la noche anterior.
“Es el mejor libro que se haya escrito sobre Poliotkva”, le confesó a un amigo cuando el libro estuvo al fin terminado.
“Pero si ya lo escribieron, Pacho”, le respondió el amigo con el libro en las manos.
“Este es aún mejor”, sentenció de inmediato el profesor Quiroga con la misma seguridad del alcohólico ante una botella llena.
Para Francisco Quiroga tener tragos en la cabeza es tan común como usar zapatos para salir de casa; imaginarlo sobrio sería como tratar de imaginar a un cazador de Discovery Channel sin una cámara atrás. Y precisamente esto fue lo que pasó por un tiempo. La editorial de la universidad, después de ofrecer la publicación como un evento extraordinario, aplazó el lanzamiento del libro de Quiroga por tres meses. Por más de noventa días una crisis de sobriedad –o “la recesión etílica”, como decíamos en los pasillos– se apoderó del profesor Quiroga. Una barba canosa y espesa suplantó la barba desaliñada natural en él, como si un rostro en apariencia sabio por los años fuera realmente el rostro de la indigencia.
Para fortuna de los anales literarios de Rumania, la ansiada confirmación del libro escrito por Quiroga llegó. Tan pronto se confirmó la publicación del libro, buscó el número de un viejo amigo –el que logró la fama suficiente como para ser considerado escritor-, y le recordó la promesa hecha en la última noche de tragos juntos.
“Escribiré sobre ti, lo juro. Eso fue lo que me prometiste”, le dijo Quiroga a su amigo.
“Está bien, Pacho, lo haré.”
Y así fue como se escribió el gancho en la solapa del libro: “La prosa de Francisco Quiroga es la responsable de mis primeras novelas”. Con ello quedó terminada La sombra del escritor, un estudio pragmático de la obra de Ruman Poliotkva.
En los días posteriores el profesor Quiroga deambuló por la universidad pensando una y otra vez en el libro. Quería una fiesta. Quería –porque así lo imaginó por quince años– un auditorio repleto de gente que amara la literatura de la misma forma que él lo hacía. Al fin, y en medio de una clase en la que ni siquiera él ponía atención a lo que decía, pensó en los estudiantes que podrían leer durante el lanzamiento del libro. Ustedes saben que en la universidad abundan los sujetos que se creen o anhelan ser escritores, y por supuesto el profesor Quiroga nos conocía a todos. Nos llamó. Una vez en su oficina, y con una camaradería que sorprendió a los que fuimos, un grupo de no más de seis estudiantes aceptamos leer nuestros poemas antes de que el profesor Quiroga hablara de su relación con Ruman Poliotkva.
Se conocieron en París, en una reunión de escritores ofrecida en una embajada latinoamericana. El profesor Quiroga llegó del brazo de la hija de un diplomático colombiano –el verdadero invitado a la fiesta–, y allí, reconociendo a figuras imposibles de ver por el Barrio Latino, Francisco Quiroga encontró la silueta de su Dios de tinta.
“Maestro”, le susurró cuando pudo acercarse a su lado, “es usted el mejor de todos.” Luego repitió la frase, solo que esta vez en un francés que a duras penas se pudo comprender.
Esa noche se produjo en el universo de la literatura un encuentro con dos resultados contrarios: para uno de ellos sería el acontecimiento que marcaría su vida literaria; para el otro, solo el saludo y la despedida de un rostro que olvidaría con facilidad.
No hubo vino y le prometieron vino francés, o por lo menos chileno. La muchacha encargada del auditorio, ante su solicitud, respondió que estaba rotundamente prohibido consumir licor al interior del recinto Libertadores.
“De malas” replicó el profesor Quiroga. “Hoy se lanza el libro que marcará un hito en la historia de la crítica literaria en Colombia, y usted, ¡muchachita!, no podrá evitar que haya algo qué beber.”
Llamó aparte a su esposa, pidiéndole que fuera volando al supermercado por algunas botellas de vino. Le dio dinero suficiente y las llaves del carro, pero tan pronto la vio alejarse por la vía principal del campus lamentó haberla enviado precisamente a ella. Su esposa no bebe, por lo tanto no sabe diferenciar entre un Sauvignon y un Moscatel de uvas pasas; esto preocupó al profesor Quiroga, quien siguió considerando el correr detrás de ella para detenerla hasta que en el auditorio apareció la cúpula completa de maestros de la Escuela de Literatura. La profesora de filología clásica le dijo que esperaba ansiosa por comparar su libro con sus propias ideas sobre la última novela de Poliotkva. El profesor Orostegui, especialista en Shakespeare, le comentó que ya había leído la biografía del francés Leprince y consideraba que su libro sería mucho mejor.
“Ese francesito no sabe ni esto de lo que usted sabe”, le aseguró al oído antes de preguntar en un tono más alto por algo para refrescar la garganta.
Los que tenían clase con el profesor Quiroga a esa hora fueron los primeros en ocupar las sillas del auditorio; no podían darse el lujo de desaparecer sabiendo que su asistencia podía definir la nota de la clase. No era una obligación estar ahí, pero el peligro que significaba para cualquiera obligó a todos a mostrar su cara, algunos incluso tratando de demostrar un interés exagerado por Poliotkva. Sobre el escenario, en una mesa con seis sillas, nosotros esperamos un siglo para leer.
Cuando el auditorio estaba sin una sola silla libre, cosa que rara vez pasa, el auto del profesor Quiroga apareció, trayendo consigo a su esposa. La vio de reojo cuando bajó del auto con la caja repleta de litros de vino y probablemente un kilo o dos de vidrio. La vio y aun así prefirió dirigirse hacia un muchacho que al mismo tiempo se aproximaba con las copias de su libro. Fue una competencia de relevo con una sola pareja.
Al ver que su esposo escogió la otra caja, la mujer de Quiroga quedó petrificada un segundo, envuelta completamente en un amor viejo e inútil. “Es su libro”, lo disculpó apenas vio que sostenía una de las copias en sus manos. Ese libro fue el tema de conversación a la mañana siguiente de haber dormido juntos por primera vez. El profesor Quiroga fue su profesor. Tomaron unos tragos después de una clase y ella creyó que era el hombre más inteligente que había conocido en su vida; lo que sucedió después fue una de las historias más contadas de ese año en la universidad: el profesor Quiroga le pidió matrimonio en la Torre Colpatria, en Bogotá, y ella contestó “está bien”, en lugar de “acepto”.
Se acercó a su esposo, dejó la caja en el suelo y cuando esperaba la extensión de una felicidad tantas veces comentada en la cama, el profesor Quiroga gritó: “¡Maricas editoriales universitarias!”
En la portada se lee: La sombra del escritor, un estudio pragmático de la obra de Ruman Poliotkva, y hasta ahí el único problema fue una pésima fotografía que el mismo Quiroga escogió. En la parte trasera del libro su esposa leyó varias veces: “La morsa de Francisco Quiroga es la responsable de mis primeros libros” y siguió sin entender.
“No es morsa, es prosa. Debería decir prosa: La ¡prosa! de Francisco Quiroga es la responsable de mis primeros libros. Eso es lo que debería decir”. Furioso, destapó la caja del suelo y abrió una de las botellas de vino; con agarrar la botella en la mano lamentó su suerte por casarse con una mujer que solo bebe en Navidad. Era un vino dulce, de esos de los que solía mencionar para burlarse de sus estudiantes. “Niños de Moscatel”, les decía.
“Mujer, ¿Pero qué compraste?”, le preguntó el profesor Quiroga sin siquiera soltar la botella.
No había nada más qué hacer. No podía lamentarse. Tampoco salir en busca de otro trago. El auditorio estaba a toda su capacidad y sabía que no podía demorar más su sueño de quince años de promesas. Bebió un trago y pensó que no era un escritor sino un astronauta mirando un contador gigante que sigue sin descanso hasta el cero.
Y empezamos nosotros, los teloneros de “La sombra de Ruman Poliotkva” como nos llamaron. Leímos y nos aplaudieron. Para ser justos, se tendría que decir que la mayoría de los que estaban sentados venían a oír el trabajo desconocido de sus compañeros de clase. En un momento el profesor Quiroga afirmó que éramos las promesas de la literatura colombiana. Por supuesto nadie le creyó, ni siquiera yo. Leímos, y lo hicimos con honestidad. No estaban mal los poemas, al menos no del todo, y pudimos haber seguido así durante horas.
Afuera del auditorio, y después de una batalla con la encargada que se obstinaba en evitar el consumo de licor, la esposa del profesor Quiroga ofreció copas de vino a todo el mundo, incluso a los que ya habían bebido y no querían repetir. Dentro del auditorio, y con un público temeroso de salir, el profesor dio inicio a su historia, repetida cientos de veces, sobre Poliotkva y él.
La noche que se conocieron, el escritor rumano puso a prueba a Francisco Quiroga. Le preguntó por una de sus primeras novelas, desconocida por la mayoría, y el profesor Quiroga habló ininterrumpidamente por casi veinte minutos. Después de eso, la noche fue una mesa con una botella de vodka que desapareció, y dos amantes de la poesía hablando de literatura europea y latinoamericana.
“Fue un partido de tenis” decía orgulloso el profesor Quiroga, “el maestro y yo éramos dos amigos encontrados en los libros. Eso, muchachos, es la literatura”.
Luego, la repetición de algunos chistes que contó Poliotkva esa noche en París. Con una carcajada que también era una imitación del escritor rumano, se sirvió otra copa de vino y contó el momento cumbre de su anécdota, cuando el maestro que admiraba le reveló el secreto máximo para escribir.
“Igual al poema de Sabines, Poliotkva acercó sus labios a mí oído y no me dijo nada”. Y su boca, después de otro trago, acentuó cada palabra correctamente: “Esa es la clave de la literatura, Pacho: el silencio”. El profesor Quiroga, ya levemente ebrio por el vino, guardó el silencio respetuoso con el que concluía la anécdota cada vez que la contaba, y el auditorio, envuelto en jóvenes que veían a su profesor como un tipo ya entrado en la vejez, guardó también silencio aunque por razones completamente diferentes.
“Está chiflado”, susurró alguien antes de que los aplausos cercenaran el secreto revelado. Continuaron las historias del profesor Quiroga de un París descrito con plagios de Hemingway; en esas calles y buhardillas hicieron fila una lista detallada de escritores con los cuales el profesor Quiroga dijo haber tenido el placer de compartir una tarde. Cuando los falsos recuerdos terminaron, Francisco Quiroga reconoció una sombra del tamaño de los Cárpatos que se coló por entre el público y se detuvo al final del auditorio, en los últimos asientos. “Es él”, se dijo a sí mismo, seguro de que nadie más era digno de las quinientas páginas que eran su libro.
El profesor Quiroga continuó leyendo, concentrado únicamente en la sombra que lo miraba desde arriba. “La sombra del escritor es el fantasma creado por el maestro Poliotkva como el arquetipo de sus personajes, todos perseguidos o perseguidores del protagonista que han decidido idolatrar…”; y mientras el profesor siguió leyendo –concentrado únicamente en las palabras–, los estudiantes empezaron, lentamente para evitar cualquier ruido, a deslizarse hacia afuera, donde la esposa de Quiroga seguía ofreciendo vino. De igual manera, las páginas del libro continuaron avanzando hasta que en el auditorio no quedamos más que la sombra de Ruman Poliotkva y unos cuantos estudiantes, cantidad suficiente para una rifa de uno a diez de su libro.